domingo, 30 de julio de 2017

La apasionada vida de Modigliani por André Salmon


Su autor, André Salmon (París, 1881- 1969), fue uno de los actores del París de las primeras vanguardias. De familia de artistas, poeta y crítico de arte, fue temprano defensor del cubismo junto con Apollinaire y Raynal (al parecer, y quien dio a Les demoiselles d'Avignon su título definitivo). Entre sus amigos más próximos se encontraban el poeta Max Jacob y los pintores Ortiz de Zárate, Moïse Kisling y Amadeo Modigliani. A este último le dedicó no menos de cuatro libros, el primero en 1926 y el penúltimo, este que comentamos, en 1957. Y junto con Kisling y Emmanuel Modigliani presidió su funeral. Sirvan estos datos para caracterizar tanto la familiaridad del autor con el mundo que describe como la preferencia por el pintor al que dedica esta apasionada biografía. En ella su protagonista emerge de una copiosa memoria de situaciones y personajes, algunos estelares y otros completamente olvidados. Es, por tanto, un retrato con paisaje al fondo.
Entre la obra y la vida de un artista hay una distancia inmensa. El caso de Modigliani es quizás uno de los más extremos. Por un lado tenemos una serie de retratos de hombres y sobre todo de mujeres, de facciones característicamente alargadas y de perfiles bien cortados. Sus escasas esculturas tienen la misma belleza elegante. Y están sus desnudos, que emanan una felicidad casi palpable (y que causaron la clausura de su única exposición en vida). Es decir, tenemos una obra nada dramática, llena de serenidad y equilibrio. Y a su lado, una vida desaforada, la de alguien que ahogaba su inseguridad en alcohol, que vivió en la miseria y murió a los 35 años. Su compañera, Jeanne Hébuterne, estaba embarazada, pero eso no le impidió arrojarse al día siguiente por la ventana. Tenía entonces 21 años y sus padres no quisieron que la enterraran con el pintor.

Naturalmente que una vida desventurada no es la condición del artista, pero no infravaloremos las dificultades que conlleva alojar un genio en tu interior. Saber desarrollarlo, sin asfixiarlo ni sucumbir a su vibración transformadora es algo que pocos logran. Modigliani, en palabras de Salmon, “jamás tuvo otra ambición que la de llegar a convertirse en un gran artista. Jamás se rebajó a calcular sus posibilidades”. En efecto, como certifica el autor muchas páginas después, esa ambición sin previsiones le condujo directamente “a una tumba decente costeada por los amigos, y un lugar de honor en las paredes de los museos de Italia, de Francia y de los Estados Unidos”.
Amedeo Clemente Modigliani nació en Livorno en 1884 y falleció en París en 1920. Los manuales le catalogan como un miembro de la Escuela de París, que por entonces acogía a artistas de todas las nacionalidades. Su obra, que goza de un genuino aprecio del público, como pocos artistas disfrutan (Van Gogh, Chagall o Renoir) es la prueba de que la historia del arte se podría construir tanto a través de los movimientos y los estilos como a través de sus excepciones.

Modigliani bebió de las fuentes que manaban en su tiempo: expresionismo y primitivismo, fundamentalmente. Pero supo fundirlos en un cimbreante clasicismo cuya pureza de líneas no renuncia a trasmitir sensualidad ni emociones. Consolidó y desarrolló este estilo a través de incontables penalidades, como la flor que surge de un tronco negro y retorcido. Y, dramáticamente, sólo lo practicó durante los últimos cinco años de su vida. Su forma de pintar es inconfundible y sólo se parece a sí misma. Se alza solitaria, sin participar de ninguno de los movimientos de su época. A un siglo de distancia de su muerte, podemos decir que sus cuadros rara vez cambian de manos y cuando lo hacen alcanzan precios astronómicos. No ha tenido seguidores, sólo imitadores y es constantemente falsificado.
El libro de Salmon es más que una biografía. No sólo por la amplitud de su enfoque sino por la propia sustancia de la narración. Leemos en sus páginas que “toda biografía que va más allá de la cronología, de la estricta nomenclatura, de la literatura de catálogos, desemboca en una vida novelada”. Sabemos que no siempre es así, aunque lo sea en este caso. La misma estructura del libro es novelesca y las salteadas reflexiones del autor sobre la viabilidad del género biográfico le dotan de espesor. Pero es sin duda la peripecia vital de Modigliani lo que permite levantar sobre ella este andamiaje.

Salmon se detiene poco en los orígenes del pintor, que nace en el seno de una familia judía, cuya decadencia económica marcó su infancia. Fue entonces cuando contrajo una tuberculosis cuyas consecuencias le acompañarían de por vida. Su formación como artista comienza a los 14 años, con un maestro “macchiaioli” (grupo florentino cercano al impresionismo). Luego seguirá asistiendo a clases en Florencia y Venecia. En 1906 llega París y se instala en Montmartre, por entonces un arrabal popular con merenderos y casuchas. Formará parte de la comuna de artistas y poetas que ocupa el célebre Bateau-Lavoir, así bautizado porque su endeble estructura de madera crujía como los barcos-lavaderos que surcaban el Sena.
Si se puede calibrar la personalidad de un hombre por las mujeres que le han amado, la de “Modi” es extraordinaria: la poeta Ajmátova, la escritora Beatrice Hastings, la pintora Marie Vassilieff, la escritora y pintora Nina Hamnett son sólo algunas de las más notorias. Su gran y último amor fue Jeanne Hébuterne, cuyo destino se entrelazó funestamente con el del pintor.

Una de las peculiaridades de esta biografía es que su autor forma parte de la vida del biografiado. Compañero de correrías, de juergas y de inquietudes, Salmon es un observador infatigable de la bohemia en la que Modigliani destaca como una figura especialmente enigmática. No era gran hablador pero se sabía de memoria La Divina Comedia y la recitaba en los momentos más inesperados. Bebía caudalosamente y también trabajaba como un poseso. Era irresistible para las mujeres y sin embargo las abandonaba y maltrataba a la menor ocasión (excepto a Jeanne). Su muerte estuvo a la altura de su vida. Tras unos días desaparecido, Ortiz de Zárate echó abajo la puerta de su casa y lo encontró moribundo al lado de su amada. A pesar de trasladarlo al hospital, murió poco después de meningitis tuberculosa. Aunque hubo que hacer una colecta por los bares para recaudar flores para su ataúd, este fue seguido por un inmenso cortejo compuesto por los personajes más dispares que quepa imaginar.

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