El arco iris (1915) cuenta la historia de una familia a lo
largo de tres generaciones, desde la década de 1840 hasta 1905. Del granjero
Tom Brangwen y su mujer Lydia Lensky, viuda de un médico polaco, hasta su nieta
Ursula, ya una joven con trabajo y estudios, describe el paso de una sociedad
rural a una urbana e industrial con una sensibilidad en su día completamente
nueva, y aún hoy enormemente original y sorprendente.
Prohibida en su día por «obscena», la novela encuadra la
saga familiar en los esquivos y neblinosos márgenes de la intimidad, en los que
el autor se vuelca como ningún otro lo había hecho antes: es en la conciencia
de sí mismos, en su aceptación o rechazo de las condiciones de la vida en
pareja, y de todo lo que ésta crea y destruye, donde los personajes se definen,
huyen o se atrapan, viven y evolucionan.
En este marco D.H. Lawrence pinta las pasiones de sus
personajes mientras explora la distintas presiones que someten sus vidas. Su
foco se centra principalmente en la batalla individual por crecer, el
matrimonio y el cambio de las condiciones sociales, un proceso que será más
difícil generación tras generación.
La joven Ursula Brangwen, cuya historia continuará en
Mujeres enamoradas, será finalmente la figura central en la que se reflejarán
los esquemas sociales Ingleses y el impacto de la industrialización y
urbanización en la psique humana.
Las acusaciones de “obscenidad” a la novela en su época no
deben hacernos esperar, en cualquier caso, nada escandaloso, sino que hay que
enmarcarlas precisamente en el devenir de una época caracterizada por su
exagerado puritanismo y que en 1915, fecha de escritura de “El arco iris” daba
sus últimos coletazos.
Ni siquiera lo que se nos ofrece aquí ataca a uno de los
pilares fundamentales de la sociedad victoriana como sí ocurría con el
matrimonio en “El amate de Lady Chatterley”. El gran ingrediente de la obra es,
aquí, no el sexo, sino el deseo, la sensualidad.
Lo que Lawrence propone, en linea con el pensamiento
freudiano (en alza en su época) es la idea de que el deseo sexual lo impregna
todo y que la vida de cualquier hombre o cualquier mujer, por más que a simple
vista parezca encauzada por los límites de la moral, está sacudida a diario por
la sexualidad y sus instintos (y sus frustracciones).
Lo que Lawrence hace en esta obra es cuestionar la
posibilidad de ser felices que tienen los personajes en una estructura familiar
(y por ende social) que les impide la plena realización de sus deseos más
íntimos. Lo que cuestiona, en última instancia, son los mecanismos sociales de
la vida en pareja: o dicho de otro modo, como la moral externa determinaba
también (y determina) el comportamiento dentro del hogar.
Son esas cuestiones, la crítica de Lawrence a las fronteras
de lo social y su indagación en la intimidad de lo familiar (el descorrer los
visillos de los hogares victorianos) lo que sin duda empujó a los censores a
prohibir esta novela, y no su carga erótica.
Estamos pues ante una novela valiente, a la que sólo le
falta, la agilidad verbal que sí que está presente una década después en “El
amante de Lady Chatterley”, pues “El arco iris” avanza todavía con la pesadez
verbal y las largas frases tan características de lo victoriano. En eso, en la
modificación del lenguaje, Lawrence fue también un precursor, pero esa
habilidad no queda tan patente en esta obra.
Se publicó en 1915 y en esa época un novelista que se
preciara no se inmiscuía en la sexualidad de sus personajes porque no se podía
hablar explícitamente de sexo. Pero un escritor como Lawrence necesitaba dar
salida a la tormenta de pasiones que enreda a hombres y mujeres, y la
simulación o la referencia velada no iban ni con su temperamento ni con su
escritura. Y necesitaba explorar sin veladuras los sentimientos, el sexo, el
matrimonio, los instintos, la espontaneidad e incluso la religión.
Para que se hagan una idea, un beso en Conrad, James o Madox
Ford era un simple detalle, una delicatessen ofrecida por unos señores de
orden; en Lawrence, un beso es un terremoto de 7 puntos en la escala de
Richter; conque imaginemos lo que puede ser una escena tórrida en sus manos.
En El arco iris se pasa del éxtasis al abismo, de la negrura
a la luz, del estremecimiento a la desolación en un solo párrafo; y, sin
embargo, no puede decirse de Lawrence que sea otra cosa que un hombre resuelto
a explorar y exponer lo que de verdad hay en el origen del encuentro y la lucha
entre los sexos. Él pone el acento por igual en hombres y mujeres, aunque sus
heroínas suelen ser más complejas. Y se expresa con la vehemencia y la fuerza
de un joven salvaje. Esto le hace excederse, repetirse, enrollarse, pero al
lector de su época le estaba descubriendo un mundo real con la ambición y el
descaro de un guardabosque lleno de sensibilidad.
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