Cuando se abre Bailando en la oscuridad, el cuarto volumen de la saga, Karl Ove Knausgård tiene dieciocho años y acaba de bajar del avión que lo ha llevado a Håfjord; un minúsculo pueblecito del norte de Noruega donde le espera un puesto como maestro, y la promesa de una paz que le permita entregarse a su recién descubierta vocación: la de escribir. Pero, tras un comienzo que promete, el desengaño: la ambición excede con mucho al talento. Y ser profesor no es tan fácil como parecía. Knausgård marcha a Håfjord para ejercer de profesor sin título –por lo visto, así funcionaban en los colegios noruegos de los ochenta- y, entre jovencitas de sexualidad incipiente y borracheras infernales, da sus primeros pasos como aspirante a escritor profesional. Con ganas, con dudas y, a veces, con rabia.
Cada volumen de Mi lucha tiene su propio eje temático, sin perder nunca el marco unitario en que se inscribe, siempre el mismo y siempre cambiante. En el primero se trataba del estupor y el duelo por la muerte de un padre frío, maltratador y alcohólico que sembró el desconsuelo a su alrededor; el segundo se volcaba en la experiencia avasalladora de su matrimonio con Linda, su segunda esposa; el tercero en las heridas emocionales fraguadas en la infancia. De modo que en la cuarta entrega todo nos resulta familiar: el paisaje de Kristiansad, los silencios de la madre, la hostilidad paterna, la discreción del hermano, los amigos, las chicas, las cervezas, la intensidad de Knausgard, su pasión por la música…
En Bailando en la oscuridad el epicentro es la conmoción de la adolescencia, cuando los ideales conviven con las torpezas, el amor y el fracaso van de la mano y donde un muchacho que apenas sabe quién es vive al límite su búsqueda de sentido. El joven Knausgard tiene una sensibilidad fuera de lo común que le impulsa ahora en todas direcciones, desesperadamente. Alcohol, borracheras hasta perder el conocimiento, escarceos sexuales que acaban en frustración y más retraimiento, mala conciencia y todo aquello, en fin, con lo que carga el inconsciente de un joven ansioso por beberse la vida a largos tragos, por conocer sus caminos, sus secretos, su meta.
Una historia que hemos leído muchas veces pero nunca así, con un sentimiento tan agudo del dolor marcado por la inexperiencia. A Knausgård se le odia o se le ama, pero nunca deja tibio. Por un lado, están los que, como Salman Rushdie, le acusan de fabricar una "autoficción que consiste en contar cómo lavas la ropa"; por otro, los que, como señala The New York Times Book Review, se preguntan "¿por qué leer una novela noruega de 3.600 páginas en seis volúmenes sobre un hombre" que escribe sobre sí mismo?, y responden: "Es tan buena que quita el aliento, y, por tanto, no podrán parar, y tampoco querrán hacerlo".
Sus textos carecen de florituras: el lirismo empleado es raquítico y las metáforas son bastante justas. Se le compara con Proust en el sentido de que, tanto el noruego como el francés, han contado sus vidas en un gran despliegue literario, pero las prosas de uno y otro no tienen nada que ver. Lo que Knausgård domina es el arte de escribir de un modo brillante y sencillo. No es el estilo telegráfico de Scott Fitzgerald. Su fluidez es brutal.
El libro se lee como un tratado universal de la adolescencia, y abarca la construcción de la personalidad adulta, el descubrimiento del alcohol, el maremoto hormonal, las ganas urgentes de acostarse con una chica, los enésimos intentos frustrados, el sueño perseguido, la aparente independencia, el primer empleo. El noruego convierte al lector en un confidente, en un camarada. Y es muy difícil no comprender o no verse reflejado en, al menos, una docena de situaciones de las que plantea. Todos hemos pasado por ellas. Sin embargo, sólo el autor noruego posee el talento de contarlas así.
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