El libro entero trabaja sobre la siguiente paradoja: Juan
José Castelli, el orador de la revolución, muere enfermo por un cáncer de
lengua, sin poder hablar. La escena en donde casi toda la novela transcurre la
constituye el juicio que el entonces gobierno de Buenos Aires le hace a
Castelli, acusado de múltiples e igualmente ridículos delitos. El vocero de la
revolución, el enviado por la primera junta a la campaña al Alto Perú, es
juzgado por el mismo proyecto que había ayudado a construir.
Toda la novela recorre esta contradicción, la que hace que
los revolucionarios carezcan de revolución, la que tiende a condenar y marginar
a los patriotas más radicales. En este mismo sentido el personaje de Castelli
recuerda a Mariano Moreno, muerto en circunstancias más que dudosas en alta
mar; entabla diálogos constantes con su primo Belgrano, abandonado por el
gobierno porteño, y comparte ajedreces con Monteagudo, asesinado varios años
después en Lima.
Castelli, enfermo y sometido a un juicio que nunca
concluirá, se pregunta qué juró aquel 25 de mayo en el cabildo abierto. Se
pregunta qué les faltó para que la realidad venciera a la utopía, qué es lo que
hizo que la revolución tal como la habían concebido fuera más parecida a un
sueño eterno que a una realidad concreta.
El revolucionario Juan José Castelli, después de darle a la
causa criolla los argumentos para derrotar a los españoles en el Cabildo
Abierto del 22 de mayo de 1810 y tras una dura campaña al frente del Ejército
del Norte, es desplazado del poder y muere, solo y empobrecido. Andrés Rivera
imagina unos textos desgarrados y escépticos que Castelli escribe en cuadernos
privados e intercalando otras voces y una narración lúcida y precisa, el autor
arroja una nueva mirada sobre la historia.
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