Según venga el juego está compuesta con instantáneas de una vida, la de una mujer, a la deriva: una mujer, a sus 30 años, madre de una hija a la que apenas puede ver, pareja de un director-artista de Hollywood, embarazada de otro hombre, que no tiene por qué ser representante de su época (la novela es del año 70), pero nos trae el aroma, las ambiciones y los fracasos de su generación, y sobre todo la corrosiva dificultad de ser mujer en un mundo, una época, donde las opiniones y decisiones de las mujeres -a pesar de la apariencia de liberación que prestaban los paisajes del liberalismo- eran papel mojado o meros síntomas de neurastenia. Esto nos lo pone a la vista Didion de manera magistral, con una capacidad extraordinaria para exponerlo a través de detalles, conversaciones banales, a menudo telefónicas, silencios: crea así una angustia, un hastío que, en efecto, acaba haciendo del discurso interior de la protagonista, expresado en la novela por sus actos, no por una plasmación de soliloquios más o menos efectivos, una especie de canto de liberación contra la dictadura de las apariencias.
La protagonista de la novela se llama Maria. Como la segunda película de su marido Carter, que quiso hacerle un poema de amor en imágenes que fue alabado por toda la crítica y le llevó a ser considerado la gran promesa de Hollywood. Sin embargo ese poema de amor cinematográfico no era más que una película de artista que apisonaba a su protagonista: Maria de hecho es incapaz de verse reflejada en la película que su marido le consagraba. Algo así sucede en toda la novela: las relaciones entre Maria y Carter se han ido al garete, Carter -como hombre- tiene la capacidad en la época de impedir que Maria tome ninguna decisión acerca de la suerte de su hija, y además le exige a Maria que aborte su embarazo. La frialdad y economía de los diálogos, la descripción rápida de los personajes, nos presenta un mundo en efecto donde bajo el hechizo del encanto de vivir, del dinero radiante del cine, de la poesía de la promiscuidad, se toman decisiones sin contar con quienes van a padecerlas.
De ahí que sea extraordinario el fragmento en el que Maria sólo se siente de veras libre metida en su coche, conduciendo segura por la autopista, parando sólo a beberse una Coca-Cola en alguna estación de servicio, devorando kilómetros porque sí, sin tener que darle explicaciones a nadie. La casa en la que vive, en Beverly Hills, 1500 al mes, es también un personaje de la novela: es la representante de un estatus vacío, huye de ella durante el día, trata de quedarse en cualquier otro lugar, pero siempre acaba volviendo. Joan Didion conocía muy bien aquella California donde el hippismo se iba haciendo yuppie y quienes antes emprendían la ruta del mundo ahora se conformaban con un fin de semana en Ciudad de México volándose la cabeza con ácido y tequilas antes de presentarse convenientemente despejados a las nueve del lunes en la oficina. Había escrito excelentes reportajes sobre la persecución del «sueño dorado» que tantas veces se trastornaba en pesadilla. Los retratos de muchos de los protagonistas de los textos periodísticos que se recopilaron en Los que sueñan el sueño dorado no desentonarían apenas entre las páginas de Según venga el juego, novela que la revista Time incluyó en su lista de las mejores cien novelas en lengua inglesa publicadas entre los años 1923 y 2005.
Estructurada en capítulos que son pequeños relatos o artículos o cuentos sin desenlace, Según venga el juego podría ser el símbolo de la novela posmoderna donde la mujer hurga en la herida de la feminidad sin ambages demostrando que, tal vez, las mujeres rotas son las únicas capaces de crear algo nuevo. A las otras, las felices, les basta con recibir el aplauso de lo establecido.
Esta novela podría leerse como una especie de Sunset Boulevard revisitado, pues si en aquella se nos contaba el final de un Hollywood dorado a través del microcosmos de una actriz que lo ha perdido todo porque lo había tenido todo, en esta novela, María, la actriz creada por Didion, convive con la certeza de la pérdida antes incluso de haber tenido algo. Es una fracasada postmoderna; una heroína cansada en un mundo donde las mujeres arrastran demasiado peso conceptual porque no completan ni uno solo de los ciclos para los que la vida las reclama: maternidad, sexo, amor, profesión, vida social, vejez… Maria Wyet encarna a la mujer de hoy de alma fracturada en pequeños mundos estancos, excluyentes, obligadas a vivir en el dolor incesante de tener que elegir siempre.
El personaje que pone en pie Según venga el juego, es de una hondura admirable, desasosegadora. Para los demás sólo es un ángel que una vez tuvo su gracia y ahora se ha vuelto un maniquí molesto fácil de transportar. En la novela, y en cursiva (ya digo, como si fuera un reportaje, como si la periodista Didion hubiera tenido acceso al cuaderno personal de su protagonista), se reproducen al final algunas de sus anotaciones. Sólo había un sitio donde pudiera acabar un personaje como Maria en el Hollywood de los años 70, donde los ansiolíticos se tomaban para saludar el sol del nuevo día. La novela de Didion es un mazazo extraordinario contra una sociedad de impostores que sólo tiene una regla: el que descubra que somos impostores queda expulsado. Y esa es la gran desgracia de la protagonista, que está a la vez dentro y fuera de ese mundo. Lo dice una de las páginas de su cuaderno: «Sé lo que significa 'nada' pero sigo jugando». La novela, con guión de la propia Joan Didion y John Dunne, fue llevada al cine por Frank Perry, con Tuesday Weld interpretando a Maria y Anthony Perkins a Carter.
Fuente: Juan Bonilla, 30/1/17, El Mundo de España, Cultura