viernes, 23 de febrero de 2018

Aurora Venturini


Desciende del abuelo italiano que llegó a La Plata con la gente que trajo Dardo Rocha. No fue un inmigrante que viajó en las bodegas, sino un acomodado siciliano que se enfrentó a Garibaldi y que debió huir de aquella tierra dura “porque quería a los Borbones”. Su abuelo mandó comprar terrenos en la zona del parque Saavedra a los que llegó con su esposa y dos hijos y se puso al frente de la casa comercial Saglio.
Su padre, Juan, se afincó en una casa enorme, cerca del Seminario, que tenía ocho dormitorios, mansarda, una huerta y árboles frutales. Aurora Venturini recuerda que ella fue al Mary O’Graham (Normal 1) y que a edad temprana empezó a escribir.
En la Ciudd de La Plata halló una enorme fuente de inspiración para sus ficciones que, por lo general, contenían detalles autobiográficos y se desarrollaban en escenarios platenses.
Aurora Venturini vivía en aquella quinta con su madre y sus hermanas, recibiendo las visitas de un abuelo paterno, que fue quien la llevó por primera vez a Europa a sus cinco años y con quien iba al Teatro Colón a escuchar ópera.
Hija de un policía - Juan Venturini - y una maestra - Ofelia Melo -, Aurora Angela nació el 20 de diciembre de 1921. Creció junto a sus hermanas Angela Aurora y María Ofelia, y estudió en la Escuela 42; el Normal 1 “Mary O´Graham”; y la facultad de Humanidades de la UNLP, donde se graduó de profesora de Filosofía y Ciencias de la Educación. Como graduada fue asesora en el Instituto de Psicología y Reeducación del Menor, donde conoció a Eva Perón, con quien trabajó a la par y fueron amigas íntimas.
El padre de Aurora Venturini era un militante del partido radical que, en los años treinta, fue detenido por motivos políticos y trasladado al penal de la ciudad de Ushuaia, de donde nunca regresó. El padre al enterarse de que su hija mayor se había afiliado al partido peronista, regresó a La Plata, de donde era oriundo, sólo para echarla de su casa y volver a partir.
Tenía recuerdos de la infancia difusos, enredados en los velos del tiempo: un chico llamado el Toto, estudiante de medicina, cuyo perfil espléndido le gustaba contemplar a contraluz; el hijo de un ladrillero que pasaba en bicicleta, que se parecía a Gary Cooper y al que nunca le habló; el Bebe Cook, un amigo con el que trepaba a la higuera a leer novelas que le prestaba el quiosquero.
A los cuatro años empezó su temprana relación con la literatura: escribía y recitaba con ademanes, como se usaba entonces. Ella se encargaba de echar leña al fuego del mito de la niña brillante y extraña, inteligente y antisocial.
Casada primero con el juez Eduardo Varela, de quien enviudó, fue la mujer, en segundas nupcias, del historiador, ensayista y periodista Fermín Chávez. No tuvo hijos, pero volcó todo su afecto en sus sobrinos (los tres hijos de su hermana menor): Orlando, Silvina y Gustavo Castro. Desde muy chicos, para ellos, la tía fue “una maestra”, capaz de llevarlos, con sus saberes, reales e imaginarios, por mundos fascinantes.
Aurora Venturini escribió Las primas, un texto negro y candoroso al mismo tiempo que, al modo del monólogo del idiota en El sonido y la furia de William Faulkner, cuenta la historia de una familia sórdida en la voz de Yuna, una chica vagamente retardada que logra ascender socialmente mediante la pintura.
Nosotros, los Caserta, cuenta la historia de María Micaela Stradolini Caserta, Chela, una niña superdotada, arisca, con un padre severo, una madre que no la quiere y un hermano deforme que sólo puede articular tres sílabas. En Italia, en un palazzo deteriorado de Sicilia, escribió Nosotros, los Caserta, es otra novela sobre una niña monstruo, pero esta vez la anomalía es lo contrario a la idiotez: Micaela, la niña, es un prodigio, es anormalmente inteligente. Su hermanito menor es el deforme. Nosotros, los Caserta, es un espejo invertido de Las primas: la familia es de clase alta, Chela es escritora (no pintora, aunque la pintura está presente en una escena-retablo que recrea y luego descompone Las Meninas de Velázquez), hay descenso social con propiedades expropiadas por el peronismo. Hacia el final, es casi claramente una biografía de Aurora, con sus amigos franceses sectarios y su viaje, en busca del origen, a Sicilia, al porqué de su piel oscura. Ese origen, por supuesto, será infame e incestuoso. Fábula y ficción, Nosotros, los Caserta es el encuentro con una maldición.
En los cuentos de El marido de mi madrastra, como en Las primas y hasta cierto punto, como en Nosotros, los Caserta, las protagonistas son mujeres. Mujeres que son monstruosas o viven vidas monstruosas; mujeres extremas, enfermas, obsesivas, maltratadas.
Venturini elige la autobiografía para su relato “El abuelo Melo”, que lleva ese título pero luego se extiende al resto de su árbol familiar, especialmente su tía abuela Amada Margaride, sanjuanina. El relato es, en apariencia, realista; la tía abuela cuenta con gran economía y frialdad su infancia entre los cerros. Pero pronto el relato empieza a descomponerse y lo que parecía un relato más o menos convencional, acaba siendo, una vez más, un cuento sobre la familia como monstruo de muchas cabezas.
Uno de sus cuentos es la biografía de alguien externo a la familia pero también pertenece a la vida de Aurora: se trata de la (leve) ficcionalización de un caso que trató como psicóloga en la Dirección de Minoridad de La Plata, donde trabajó desde 1948 y hasta la muerte de su amiga, Eva Perón. La niña tratada lleva, en el cuento, el nombre de Máxima Bellini: su historia es un calvario de abusos físicos y sexuales desde la infancia hasta la adolescencia, en un mundo sucio, lleno de complicidades –de los vecinos, de los médicos– y enfermedad. La voz de Máxima recuerda a la de Yuna de Las primas, pero es más seca: tiene algo de declaración, de exposición quizás. Aurora Venturini insiste en que en ese cuento todo es cierto. Excepto el final, vagamente feliz. “A esa chica la ayudamos mucho en la Fundación. Se recibió de maestra, incluso. La mandamos lejos para que se olvidara de todo, porque pasó acá cerca, en Tolosa. Habrá trabajado cinco o seis años y después me enteré de que se suicidó.
Aurora Venturini vivió muchos años y muy intensamente. Fue amiga de Eva Perón: ha recordado varias veces cómo le contaba cuentos “verdes” para entretenerla en su agonía. Se autoexilió en París durante 25 años tras la denominada Revolución Libertadora. En Francia, fue testigo y parte del movimiento existencialista, fue amiga de Violette Leduc, autora editada por Camus y celebrada por Sartre y Simone de Beauvoir, fue amiga de Euguene Ionesco, pasaba noches bohemias con ellos y con la cantante Juliette Gréco. Fue traductora de Lautréamont, Ducasse y el poeta vagabundo François Villon. En Sicilia frecuentó la amistad del poeta Salvatore Quasimodo.
Ella se sabía anómala desde siempre, y sólo por ser escritora. Creía que los escritores son, en alguna medida, todos monstruosos. Y que escribir es algo muy serio.
Sobre los años fundacionales de nuestra ciudad -tema presente en “El marido de mi madrastra”- cuenta que los franceses eligieron vivir en Tolosa, mientras que los italianos prefirieron el casco urbano de La Plata. Dice que el dato no pertenece a la ficción sino que viene de la realidad histórica: “los primeros tolosanos fueron los franceses, como la señora de La Barre o Doña María Oyhanarte, que fundó allí el asilo francés destinado a las ancianas de esa nacionalidad y sus descendientes. Además, el nombre de Tolosa es por Toulouse, la ciudad francesa”.
No habrá otra escritora igual, tan extrema y desconcertante, tan anómala como revulsiva. No era “normal” Aurora Venturini. Le gustaba coquetear con su excentricidad, jactarse de ser un “bicho raro” y componer versiones discordantes de su vida, como si protagonizara las deformes tribulaciones de una perversa heroína. Aurora Venturini murió en la misma ciudad de La Plata donde había nacido hacía 92 años.

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