El origen del dadaísmo fue una tumultuosa velada del 5 de febrero de 1916, en el Cabaret Voltaire, de Zurich, tres días antes antes del descubrimiento de la palabra mágica, Dadá. Entre los intérpretes que actuaban se encontraba Hugo Ball, un místico, filósofo y productor de cabaret alemán, así como el diminuto Tzara, que recitaba poemas rumanos impresos en trozos de papel que rebuscaba en sus bolsillos.
Zurich era en aquel momento un hervidero de artistas, refugiados, exiliados o desertores que huían de la guerra. El Cabaret Voltaire estaba en una antigua cervecería del barrio más pobre de Zúrich. Los principales artífices fueron el poeta Hugo Ball y su compañera sentimental, Emmy Hennings.
La pareja logró, tras publicar un anuncio en un periódico local, reunir a un variopinto grupo de artistas que ofrecían actuaciones diarias sin planificación, ni programa. Entre esos artistas destacan los rumanos Tristan Tzara (a quien se atribuye el origen del nombre del movimiento) y Marcel Janco, el francés Hans Arp y el alemán Richard Huelsenbeck, quienes estuvieron más o menos ligados a esta corriente hasta su desaparición. El éxito fue fulminante.
Aunque Tristán Tzara era el más joven del grupo (1896-1963) no tardó, tras Janco y Ball, en convertirse en su cabeza: su capacidad de provocación, de activista y archivero, además de sus punzantes y creativas proclamas, fueron la base del movimiento. La mayoría de los protagonistas tuvieron una vida estrafalaria, aunque sorprendentemente longeva, y, una vez muerto el dadaísmo, utilizaron sus enseñanzas para crear o impulsar otras tendencias.
Las veladas dadá se llenan de lecturas espontáneas, recitales de música en tres idiomas al unísono, grotescas manifestaciones en contra del artista burgués y su arte y excéntricas representaciones hacia la política. Imagínense, pues, cómo debió sentirse el público de principios del siglo XX cuando en una velada sucedía lo siguiente: dos artistas en el escenario pintan un enorme telón de fondo, casi todo negro, con manchones abstractos que hacen parecerlo un huerto de pepinos; a continuación, asoman una bailarinas con máscaras africanas y realizan una coreografía tribal; más tarde, suena una composición de Schoenberg para dar paso a un recital de poesía en el que veinte actores declaman sus poemas (diferentes) al unísono; acto seguido, aparece un individuo vestido de blanco, con un maniquí de sastre decapitado, se sienta de espaldas al público y comienza a leer un manifiesto, en el que no faltan los improperios.
Las polémicas veladas fueron el principal medio de difusión de las ideas del movimiento, que se apoyó en diversas publicaciones a modo de panfletos y revistas que se extendieron como un virus dando lugar a los grupos dadaístas de París, Hannover, Colonia, Berlín y Nueva York.
El movimiento dadá fue efímero, su vida se desarrolló entre 1916 y 1924. El bullicio del Cabaret Voltaire duró tan solo unos meses, pero bastó para incubar una serie de formas artísticas novedosas. Después de los meses de vida de aquel cabaret, con sus coreografías de jazz, sus insultos al público, sus tomatazos a los performers, sus trifulcas, sus recitados de poesía fonética, su serie de manifiestos contradictorios y sus disfraces y fotos graciosas, Dadá se expandió o mejor, reapareció en Berlín, en París y en Nueva York, con máscaras diferentes en cada una de estas ciudades. En París, por ejemplo, André Breton quiso darle la forma de un movimiento organizado, con las excomuniones y jerarquías que luego impondría al surrealismo.
El movimiento Dadá era, entre muchas cosas, contradictorio: Ball busca en el primer cristianismo los orígenes de su nueva poética, un misticismo neoplátonico en parte, una suerte de anarquía y pureza religiosa, negación de los valores y exaltación de un valor. En 1920, tras romper con Dadá, retornó al catolicismo. Todos estaban tocados en alguna medida por el romanticismo alemán de primera hora, sobre todo por Novalis: «Convertirse en ser humano es un arte». Por Marx: cambiar la sociedad. Y por Rimbaud: cambiar al hombre.
Los dadaístas Hans Arp, Ball, Hennings, Huelsenbeck (uno de sus más tenaces teóricos), Janco y Tzara exaltaron el juego y la provocación, pero se la jugaron en sus juegos. No los asistió la frivolidad sino la percepción de que el siglo había comenzado podrido.
Dadá fue la semilla de numerosas corrientes artísticas, algunas de ellas de gran importancia, como el surrealismo o el constructivismo. Sólo hace falta repasar alguno de los nombres que participaron en las publicaciones, veladas o exposiciones dadaístas para observar su ulterior alcance: André Breton, Max Ernst, Marcel Duchamp, Vasili Kandinski, Louis Aragon o Charles Chaplin, entre otros muchos.
Los dadaístas fueron un grupo de artistas que concibieron el arte como algo diferente, aunque ni ellos mismos lograron ponerse de acuerdo en qué buscaban. La contradicción, lo absurdo, la reacción adversa y airada de los espectadores, la provocación, la ironía, la negación o el escándalo eran y no eran al mismo tiempo la esencia de dadá. Tal es la complejidad y la anarquía de sus planteamientos por lo que ofrecer una definición precisa es imposible.
El origen de dadá y su denominación es una confusión de historias al más estilo dadaísta. Las historias de los mismos dadaístas difieren tanto unas de otras que es imposible señalar una que sea la correcta. La más popular es la que hace referencia a Tristan Tzara, que encontró la palabra dadá el 8 de febrero de 1916 en un diccionario que puso encima de su escritorio; queriendo buscar una palabra abrió el diccionario al azar y buscó la más rara y desconocida. Así encontró dadá, que significa ‘caballo de madera’ en francés, y a su vez también ‘nodriza’ y ‘papá’ en inglés, ‘cubo’ y ‘madre’ en cierta comarca de Italia, es doble afirmación en ruso y en rumano, etc.
¿Y qué es Dadá? “Los verdaderos dadaístas están en contra del dadaísmo”, escribió Tristan Tzara en el Manifiesto dadaísta. “En principio, yo estoy en contra de los manifiestos, como lo estoy de los principios”. La palabra dadá no tenía importancia, lo que les importaba era el espíritu del sinsentido de su significado. Richard Huelsenbecq, uno de los participantes y posteriormente fundadores de Dada Berlin, lo definió así, «...el dadaísmo no ha sido inventado por un hombre, nadie lo ha imaginado, propuesto o lanzado, nació como expresión de la enemistad contra la guerra y los gobiernos, como miedo y necesidad de hobbies del espíritu, como cinismo radical, como resignación, rabia y radicalización de sí mismo y náusea. El dadaísmo fue una corriente artística que se reía de las corrientes artísticas, a través de la sinceridad incondicional».
Pero realmente iba más allá. Dadá reclamaba un espacio de rebelión, negación y destrucción de las convenciones sociales, políticas, literarias y artísticas, el sistema en general. Dadá era un gran no, una radical negación del arte y la razón, el guerrillero de una decidida Nada.
Dadá surgió de unas circunstancias históricas determinadas, pero, cada vez que migró, se adaptó a las distintas situaciones locales e hizo todo lo posible para echar raíces. Esa capacidad de adaptación lo convirtió en un fenómeno difícil de encasillar, aunque eficaz también como arma y estrategia. Podría decirse que fue una especie de guerra de guerrillas cultural que estalló en medio de una guerra oficial catastrófica, oficiosa y obtusa que galvanizó, en primer lugar, a quienes no tardaron en ser dadaístas, agitando su enfático no con un sí igualmente enfático.
A pesar de la vitalidad del dadaísmo, a los pocos años empieza a mostrar signos de cansancio y sus principales valedores a abandonarlo. No obstante los esfuerzos de Tristan Tzara por mantenerlo a flote, el movimiento se diluye. Mantener un constante espíritu creativo y un incombustible esfuerzo por reinventarse es imposible y agotador; además, la ausencia de cánones artísticos impide su perpetuación. A partir de 1920, el dadaísmo empezó a decaer y entrará en declive durante los años veinte no sin antes haber dejado una huella imborrable en la historia del arte.
Entre los rasgos más perdurables de la caja de herramientas dadaísta se encuentra la irreverencia y el ingenio, la indiferencia a valoraciones culturales como lo sublime y lo vulgar y el gusto por los entornos interactivos. El dadaísmo sigue siendo un movimiento demasiado rápido como para estarse quieto lo suficiente para quedar fijado en sus productos o en historias. Dadá, a su contradictoria manera, triunfó.
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