Cuando se piensa en la república de Weimar, las dos cosas que vienen a la cabeza inmediatamente a cualquier persona son los cabarets y la inflación. En 1930, Berlín era una megalópolis en la que había 4 millones de habitantes registrados que atraía también a extranjeros que acudían en parte por su efervescente vida nocturna y cultural, y también porque resultaba barata.
Una explosión de alegría invadía Berlin como una nube tóxica. Llena de alcohol, drogas y bellas mujeres. Bares, parques de atracciones y tabernas florecían como champiñones. Con una inflación galopante, quienes acudían allí con divisas que no se devaluaban de un día a otro tenían garantizado el acceso a vivienda, comida y ocio por la hiperinflación de la moneda alemana.
Pese a la inflación y a la inestabilidad política, o tal vez por ellas, floreció en Berlín una vida cultural y nocturna como no lo hizo en ninguna otra ciudad alemana que tuvo en los cabarets su máxima expresión. Los más famosos eran Eldorado, el Wintergarten y Residenz y el Kit Kat. No eran los únicos. Los había a docenas y donde no había un cabaret, había un bar, un salón de baile o un baile improvisado en cualquier barrio.
Pero esa libertad escondía un problema (otro más de los que acuciaba a la república de Weimar): la prostitución. Con unas elevadas tasas de desempleo y unos sueldos exiguos y que se devaluaban a diario, prostituirse era la única solución para cientos de miles de personas, independientemente de su edad y sexo.
El cabaret llegó a Alemania en 1901, aproximadamente veinte años después de su comienzo en Francia, y le llevó dos décadas encontrar su propio y particular estilo. El Cabaret alemán es una combinación de baile, canciones, drama y otros números diseñados para hacer pensar al público mientras se divertía.
Usando una letal combinación de alcohol, sexo y política, los cabarets alemanes eran el centro de un estructurado ambiente con una serie de pequeñas mesas donde la audiencia podía comer, beber y ver las actuaciones. La mezcla de comida, bebida y arte fue una combinación única que alimentaba un nivel de intimidad entre performers y espectadores inaudita hasta ese momento.
La clave de por qué el cabaret alemán prosperó en la República de Weimar reside en dos factores combinados: la falta de culpabilidad y la permisividad del ambiente. La gente podía ir al cabaret, tomarse una cerveza, echar unas risas y criticar al Estado sin sentir que estaban socavando la imagen de Alemania.
Los cabarets no se basaban únicamente en el sexo. En ellos se escuchaba jazz y los artistas aprovechaban la música para hacer crítica socio-política. En Berlín hay un museo en el que se recuerda a todos los alemanes que se opusieron al nazismo. Entre ellos, hay muchos artistas de cabaret que aprovecharon los escenarios para criticar a Hitler y sus seguidores, que aunque no habían llegado al poder, ya eran percibidos como una amenaza y que terminaron perseguidos por el nazismo.
Werner Finck es uno de los muchos actores y cabaretistas que usó el entretenimiento como plataforma para la crítica. En 1929 se trasladó a Berlín, donde abrió junto a Hans Deppe, Rudolf Platte y Robert A. Stemmle el cabaret Die Katakombe, que tuvo que cesar su actividad después de que Goebbels ordenara su cierre en 1935. Allí era normal escuchar críticas sutiles al nazismo y por su escenario pasaron el escritor Erich Kästner o el músico Hanns Eisler, colaborador habitual de Brecht y compositor del himno de la RDA. Aunque los anteriores lograron escapar de las garras del nazismo, otros cabaretistas, como Max Ehrlich, terminaron sus días en campos de concentración.
Rudolf Nelson había sido ya antes de la Primera Guerra Mundial un exitoso compositor de chanson, así como un próspero empresario del cabaret. Tras 1918 su genio se unió al de dos brillantes recién llegados, Friedrich Hollaender (conocido como Frederick Hollander en sus años de Hollywood) y Mischa Spoliansky. Estos compositores pudieron valerse, a su vez, de letras como las de Kurt Tucholsky (alias Theobald Tiger), al prolífico y políticamente creador de sátiras, y Marceluss Schiffer, que parodió las modas comerciales y las debilidades sociales del momento. Hollaender tenía también gran talento como ingenioso poeta, enamorado de los juegos de palabra sin sentido.
El primer cabaret alemán, Buntes Theater (teatro colorado), fue fundado en 1900 por Ernst von Wolzogen. Sin embargo, solo a partir de los años 20 esta forma de hacer espectáculo floreció llevando al éxito artistas como Werner Finck. Sin duda, fue el personaje de Lola-Lola, interpretado por Marlene Dietrich en la cinta de 1930, El ángel azul, el que llenó de glamour la imagen de los cabarés berlineses.
Marlene Dietrich queda inmortalizada a través de sus papeles cinematográficos, pero otras estrellas brillaron aún más en los cabarets de los años veinte. Trude Hesteberg y Rosa Valetti fueron no sólo cantantes de gran personalidad, sino que fundaron y gestionaron, respectivamente, el Wilde bühne (Escena Salvado) y el Größenwahn (Megalomanía), dos destacados cabarets de la época de Weimar.
Margo Lion nacida en Francia y superdelgada cantaba las parodias de las moda y la alta sociedad que le escribía su marido, Marceluss Schiffer.
El polo opuesto del encanto mundano de Lion lo representaba el talante descarado y proletario de Claire Waldoff, cuyo abundante pelo rojo, su figura cada vez más rotunda y su voz estridente encarnaban el espíritu de las clases bajas de Berlín.
Gracias a la abolición de la censura por parte de la República de Weimar, los palcos escénicos de Berlín se transformaron en auténticos territorios francos en los cuales se trataban temas políticos y sexuales que a la vez suscitaban escándalo en los burgueses conservadores y diversión en el público más impertinente. Con la censura abolida, los cabarets eran libres de reflejar la rapidez con la que cambiaban los tiempos.
Vestido de Pierrot, Gustav von Wangeheim que interpreta el papel de Jonathan Harker en Nosferatu (1922) de Murnau -la primera película de Drácula- deploraba el fin de la vida desenfada bohemia de la época anterior a la Guerra.
Pero no todo el mundo compartía la nostalgia de Wangeheim por un mundo perdido. De hecho, Wir wollen alle weider kinder sein! (1921), que cantó Rosa Valetti, se burlaba precisamente de aquellos tipos que querían que volviera la época anterior a la guerra, como si se hubiera tratado de una niñez inocente.
En lugar de suspirar por el pasado, la mayoría de los artistas de cabaret decidieron sumergirse en el presente, que consideraban con una actitud que oscilaba entre la curiosidad divertida y un cinismo despegado.
En muchos cabarés de los años 30 se organizaba la mayoría de las actividades antinazi. Muchos actores de cabaret y empresarios eran judíos o liberales y por tanto objetivo de los nazis. Fueron innumerables los artistas que decidieron huir de Alemania durante las primeras semanas después del triunfo nazi, entre otros Thomas Mann, Bertolt Brecht, Fritz Lang y la propia Marlene Dietrich.
Obviamente no faltaron suicidios y deportaciones a los campos de exterminio, principalmente a partir de 1937 cuando, en el marco de una arianización radical del Estado, Goebbels eliminó todas las formas de manifestación política y satírica. Y, con ello, la época dorada del cabaret alemán.
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