viernes, 25 de noviembre de 2016

En el café de los existencialistas de Sarah Bakewell

Año, 1933. Una ciudad, París. Un lugar, el famoso bar Ber-de-Caz, en la calle Montparnasse y tres jóvenes enamorados del universo y sus infinitas teorías: Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Raymond Aron. Imaginemos la escena: los tres jóvenes licenciado en Filosofia bebiendo cócteles de albaricoque y discutiendo sobre corrientes filosóficas tradicionales y modernas. En medio de la charla Raymon Aron comenta:
«Ya ves, mi pequeño camadara - le dijo Aron a Sartre; ‘mi pequeño camarada’ era su apodo para él desde que ambos eran escolares- , si eres fenomenólogo, puedes hablar de este cóctel y hacer filosofía sobre él».
Así Sartre y Beauvoir se enteran de que la nueva manera de filosofar era la fenomenología de Husserl, cuyo lema decía “¡hay que ir a las cosas mismas!”, pensar desde las cosas y experiencias cotidianas sin las ataduras de la tradición, mirándolas como la primera vez. Según Beauvoir, Sartre quedó tan impresionado por la afirmación de su compañero que supuso en él un instantáneo interés por la fenomenología, vista como una filosofía de lo real. Sartre se interesó tanto que se marchó a Berlín a estudiar fenomenología.
Allí Sartre conoce la historia de Husserl y su inmenso legado manuscrito —salvado de las garras nazis por el monje belga Herman Van Breda—. Conoce a Heidegger, el “filósofo del ser”, díscolo fenomenólogo que publicó una obra sui generis. A Heidegger la fenomenología lo había arrastrado hasta las profundidades del Ser para levantar una ontología nueva (y bastante críptica) que le coloca a la cabeza filosófica del siglo XX, pese a su acreditado filozanismo. Heidegger es aborrecible y admirable a partes iguales, y así lo vieron Arendt, Marcuse o Jaspers, que le pidieron una retractación que nunca llegó. Terminó su vida fomentando un misticismo telúrico y advirtiendo contra la deshumanización tecnológica, cuya influencia llega hasta el ecologismo contemporáneo. Su mente titánica nunca fue del todo humana.
Tampoco Sartre está libre de culpa, en su caso pecando por la extrema izquierda. El existencialismo en él se fue haciendo cada vez más político, exacerbando la noción de compromiso: el esteticismo es un crimen contra los débiles de este mundo. Allí donde haya un ser sufriente, a su lado luchará la pródiga pluma de Sartre. El existencialismo sartreano está en la base de toda la contracultura: feminismo, neomarxismo, experimentación con drogas, movimiento gay, revolución sexual, anticolonialismo, antiautoritarismo.
Sartre interpretó las brumas germanas como pudo e impulsó una filosofía propia basada en la libertad individual, cuyo postulado esencial decía que el ser humano está condenado a elegir y lo que elige le hace ser lo que es. Enseguida saltó a la fama con La náusea, mientras que Simone de Beauvoir, armada con su propia filosofía de la libertad, arrolló con El segundo sexo.
Es difícil explicar concretamente qué es el existencialismo. Pero una idea está clara: la de la libertad individual. Una libertad entendida como la capacidad de elección, de elegir en cada momento lo que se quiere hacer, asumiendo la responsabilidad de sus consecuencias. Ahí es donde radica la importancia de este movimiento, por eso se extiende por el mundo en los años sesenta y cincuenta, y de esta idea se alimenta la sociedad moderna.
Los existencialistas nos recuerdan que la existencia humana es difícil, y que la gente a menudo se porta de una manera horrible, y sin embargo también demuestran lo grandes que son nuestras posibilidades. El existencialismo es un hondo grito libertario. Nada nos determina. El hombre es arrojado al mundo y debe construirse decisión a decisión, lidiando con la ansiedad que provoca la conciencia implacable de la responsabilidad personal. A la vez, es una filosofía que incita a la acción y su atractivo es tal que postula no sólo una forma de ver las cosas distinta, sino incluso una manera de vivir alternativa a la de la sociedad.
La filosofía existencialista nació y se desarrolló acompañada de café (o de cócteles de albaricoque), nicotina, amores y jazz, porque quienes la emprendieron eran jóvenes ansiosos de sabiduría y libertad. Debatían en los cafés y vivían a salto de mata, pugnando por transmitir sus novedosas ideas. El existencialismo no sólo era un modo de pensar, sino una moda y estilo que ponía el acento en la libertad, el individualismo, la vida y sus decisiones angustiosas. El existencialismo es una filosofía que apasiona y sigue apasionando por la manera en que se inmiscuye en la vida de sus partidarios. Ese movimiento arrasaría en los clubes de jazz y cafés de la Rive Gauche, y luego llegaría a todo el mundo.

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