Orwell llega a París con el poco dinero que tiene de dar clases de inglés particulares que, por un motivo u otro, llegan a su fin demasiado pronto. Va cambiando de lugar de hospedaje, se ve obligado a empeñar su ropa, y pasa varios días sin comer. Por suerte encuentra trabajo en un restaurante de un hotel en la calle Rivoli – una de las calles más conocidas, y donde hay los mejores hoteles, de París – y más tarde en un pequeño restaurante regentado por unos imigrantes rusos. Este es el primer contacto que tiene el autor con la miseria, con un trabajo que podría considerarse una esclavitud.
En ambos casos Orwell – o Eric Blair, su verdadero nombre – trabaja de plongeur, uno de los empleos de menor rango en la hostelería, dedicando gran parte de su tiempo lavando platos y, básicamente, hacer cualquier cosa que le manden. Así que tenemos dos visiones muy distintas, desde un prestigioso hotel y desde un pequeño restaurante que justo acaba de abrir. En todo caso, las condiciones de vida son muy precarias, él llega a trabajar diecisiete horas diarias, entre seis y siete días por semana. Y, cuando tiene un día libre, lo único que se ve capaz de hacer es emborracharse. En sus noches en los bistro conoce personajes bastante curiosos, y cuenta sus historias, y algunas ponen los pelos de punta.
Pero él no es el único, miles y miles de personas seguían esa misma rutina en su época, y el autor bien lo hace notar. Además reflexiona sobre las consecuencias de tal trabajo sobre el ser humano, como lo rebaja a una bestia, como le hace incapaz de desarrollar cualquier tipo de pensamiento que no sea ejecutar mecánicamente las órdenes. También se cuestiona la verdadera utilidad – para la sociedad – de trabajos así, por qué siguen persistiendo, etc.
Tras una larga temporada en París vuelve a Londres ya que un amigo suyo le ha prometido un empleo. Pero al llegar descubre que no podrá empezar a trabajar hasta dentro de unas seis semanas, por lo que vuelve a estar sin un penique. Entonces se convierte en un vagabundo, errando por distintas pensiones, o incluso en las 'spikes'. Se trata de un lugar al que acude la gente pobre sin medios para sustentarse – de hecho, un requisito para entrar es no tener dinero en los bolsillos –, se les da cobijo y un poco de pan por una noche – literalmente, están encerrados allí – y luego les dejan salir con algún vale o algún otro trozo de pan, y no pueden volver en un mes. Además, ¿sabian que en Inglaterra estaba prohibido mendigar? ¿y que se penaba con una condena de siete a catorce días de cárcel?
Por estos lares nos lleva Orwell, describiendo lo que a él le ocurrió, las historias que le contaban, los vagabundos que encontraba o con quiénes entablaba amistad, y creo que muchas veces suavizaba los términos de su relato. Pero en todo caso, en su prosa no encontrarán metáforas ni ningún tipo de embellecimientos, escribe de una forma muy austera y muy directa. Sus vivencias durante estas semanas también le dan pie para muchas reflexiones respecto al estado de las leyes sobre la pobreza en su país, cuán injustas son y lo poco que hacen para solucionar realmente el problema. También ataca los prejuicios de la sociedad de su época sobre los vagabundos, los mendigos, y la gente que no puede ganarse la vida.
«Vale la pena decir algo sobre la posición social de los mendigos, porque cuando los has tratado y has visto que son seres humanos normales y corrientes, es inevitable que te llame la atención la curiosa actitud que la sociedad adopta respecto a todos ellos. A lo que parece, la gente cree que hay una diferencia esencial entre los mendigos y los hombres "que trabajan". Son una raza aparte, marginados, como los delincuentes y las prostitutas. Los trabajadores "trabajan", los mendigos no "trabajan"; son parásitos, son inútiles, por naturaleza. Se da por supuesto que un mendigo no se "gana" la vida igual que un albañil o un crítico literario se "ganan" la suya. Es una simple excrecencia social, tolerada porque vivimos en una era humana, pero esencialmente despreciable.
»Ahora, si nos fijamos bien se ve que no hay ninguna diferencia esencial entre los medios de vida de un mendigo y los de un montón de gente respetable. Los mendigos no trabajan, se dice; pero, entonces, ¿qué es trabajar? Un peón trabaja haciendo servir el pico. Un contable trabaja sumando cifras. Un mendigo trabaja estando en la calle llueva o nieve, víctima de las varices, contrayendo bronquitis crónicas, etc. Es un oficio como cualquier otro; completamente inútil, claro, pero muchos oficios reputados también son completamente inútiles.
Además, como tipo social un mendigo es muy comparable al resto de la gente. Es honesto comparado con los vendedores de la mayoría de especialidades médicas, altruista comparado con el propietario de cualquier semanario, amable comparado con un vendedor de productos a plazos; en resumen, un parásito, pero un parásito bastante inofensivo. Casi nunca saca de la comunidad otra cosa que los medios ralos para subsistir y, cosa que según nuestro código ético lo tendría que justificar, lo paga con creces a través del sufrimiento. No creo que un mendigo tenga nada de especial que lo tenga que situar en una clase diferente del resto de personas, nada que dé derecho a la mayoría de hombres de hoy en día a despreciarlo.
»Entonces surge la pregunta: ¿por qué se desprecia a los mendigos? (ya que es evidente que se los desprecia universalmente). Creo que es por la simple razón de que no consiguen ganarse bien la vida. En la práctica a nadie le importa si un trabajo es útil o inútil, productivo o parasitario; la única cosa que se exige es que sea rentable. Detrás de todo lo que se habla hoy día sobre energía, eficiencia, servicio social, etcétera, ¿qué hay sino la idea de "ganar dinero, ganarlo legalmente y ganar mucho"? El dinero se ha convertido en la gran prueba de la virtud. Los mendigos no superan esta prueba, y por tanto se los desprecia.»
Las últimas palabras de este libro son quizá un primer paso que dar en cambiar nuestra forma de pensar. Aplíquenlas al vecino y al extraño, al compatriota y al extranjero:
«De todas maneras, puedo apuntar una o dos cosas que sin duda he aprendido después de vivir sin blanca. No volveré a pensar jamás que todos los vagabundos son un hatajo de borrachos facinerosos, ni esperaré que ningún mendigo se sienta agradecido cuando le dé un penique, ni tampoco me sorprenderá la falta de energía de un hombre que no tiene trabajo, ni me inscribiré en el Ejército de Salvación, ni empeñaré la ropa, ni rechazaré un folleto de propaganda, ni comeré a gusto en un restaurante de lujo. Por algo se empieza.»
Orwell narra en primera persona su propia experiencia con la miseria:
“El primer contacto con la pobreza resulta curioso. Has pensado mucho en ella, la has temido toda la vida y sabías que acabarías enfrentándote a ella tarde o temprano; pero resulta ser total y prosaicamente diferente de lo que imaginabas“.
Durante ese tiempo, el autor se tropieza con un sinfín de personajes en su misma situación, que dan pie a historias repletas de humor, surrealismo y ternura.
“Los barrios bajos de París son un imán para los excéntricos: gente que ha caído en uno de esos surcos solitarios y medio desquiciados de la vida y ha renunciado a ser decente o normal. La pobreza los libera de los patrones normales de comportamiento, igual que el dinero libera a la gente del trabajo“.
Las casas de huéspedes son el lugar idóneo para cruzarse con este tipo de personas. Allí podemos encontrarnos con un búlgaro, que “confeccionaba zapatos de fantasía para el mercado estadounidense. De seis a doce de la mañana se sentaba en la cama y cosía una docena de zapatos, el resto del día asistía a clases en la Sorbona“, o con una mujer que convivía con su hijo, un artista. Mientras la devota madre “trabajaba dieciséis horas al día, zurciendo calcetines a veinticinco céntimos el calcetín, el hijo, bien vestido, haraganeaba en los cafés de Montparnasse“.
Los bistrós son asimismo un lugar frecuentado por personajes como R, un inglés que vivía seis meses del año en Inglaterra con sus padres y los seis restantes en Francia: “Cuando estaba en Francia bebía cuatro litros de vino al día, y seis litros los sábados; una vez había viajado hasta las Azores, porque allí el vino era más barato que en ningún otro lugar de Europa“, o Jules, el rumano, que tenía un ojo de cristal y se negaba a admitirlo.
Por las calles de Londres podía admirarse la obra de Bozo, un pintor callejero, que “hablaba de un modo extraño, una especie de cockney lúcido y expresivo. Era como si hubiese leído buenos libros, pero no se hubiera molestado en perfeccionar su gramática“. Dio clases de astronomía al escritor, pues parecía preocupado por su ignorancia al respecto. Era un espíritu libre, que despreciaba a los demás pintores callejeros por parecerle un atajo de borregos ignorantes; y un ateo empedernido “de esos que no es que no crean en Dios, sino que le tienen antipatía personal“.
Entre todo este enjambre de seres excepcionales, emerge su caldo de cultivo: la miseria, así como sus respectivos satélites: el hambre, que “te deja en un estado parecido a la convalecencia de una gripe, como si no tuvieras nervios ni cerebro, como si te hubiesen sacado la sangre y la hubiesen reemplazado por agua tibia“; la mentira: “de pronto, tus ingresos se reducen a seis francos al día. Pero, por supuesto, no osas admitirlo: tienes que fingir que sigues como siempre“; la falta de sueño y la explotación laboral: “diecisiete horas y media casi sin descanso. Hasta las cinco de la tarde no teníamos tiempo de sentarnos un rato, e incluso entonces el único sitio disponible era el cubo de la basura“.
El texto se vuelve más oscuro en Londres, como si la niebla propia del lugar hubiese devorado la luz, la esperanza, la libertad. Su situación entonces es todavía peor, ya que ni siquiera tiene trabajo, viéndose abocado a la trashumancia de los vagabundos: de albergue en albergue, caminando durante horas para lograr un par de rebanadas con margarina con té, como única comida del día, y dormir en la cama dura y helada de una celda; o en una sala llena de cientos de vagabundos, en la que es imposible pegar ojo durante más de una hora, pues muchos de ellos padecen de tos crónica y de incontinencia, lo que los obliga a levantarse una y otra vez; o incluso en el Ataúd, que cuesta cuatro peniques la noche por dormir en “una caja de madera, tapado con una lona alquitranada“.
"Hay otra sensación que constituye un gran consuelo en la pobreza. Creo que cualquiera que haya pasado apuros económicos la habrá experimentado. Es una sensación de alivio, casi placentera, al saber que por fin estás sin blanca. Has hablado tantas veces de la posibilidad de acabar en el arroyo y resulta que ya estás en él y puedes soportarlo. Eso te quita muchas preocupaciones"
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