domingo, 21 de mayo de 2017

Jean-Paul Sartre


Desde una edad temprana, Jean-Paul Sartre mostró un profundo interés intelectual y político, íntimamente ligado a su entorno y a la ausencia de una figura paterna –su padre murió cuando tenía sólo meses de nacido–, lo cual configuró, tal como lo mencionara el propio autor muchos años después, su necesidad imperiosa de confrontar a la autoridad. Su madre, por el contrario, fue una mujer que dedicó su vida a proteger al que fuera su cría, a costa de cualquier contrariedad.
No es descabellado pensar que, debido a su trato en la infancia, el futuro filósofo mostrara una gran autoestima a pesar del estrabismo que el glaucoma le propició en sus primeros años. Este bienaventurado ego y las clases de gramática que su posterior padrastro le impartiría, son algunas razones posibles de su interés hacia el estudio de la filosofía.

Tal como lo constataron por mucho tiempo sus compañeros en la École Normale Supérieur, su alma mater, la fealdad de Sartre desaparecía una vez que comenzaba a hablar. La seguridad que mostraba a la par de su desperfecto físico y visual era prominente cuando se trataba de entablar conversaciones dentro y fuera de la academia, pero sobre todo en los bares bohemios, donde conoció a su futura compañera de vida, Simone de Beauvoir, la mujer que dejaría una huella imborrable en su obra.
Esta forma peculiar de ser, de mostrarse ante sus contemporáneos, es probablemente lo que delimitó su trayectoria como filósofo y escritor, si bien es mucho más reconocido por lo primero. Y es que sólo basta ajustar el telescopio, acercarse un poco a la totalidad de su pensamiento, para descubrir la riqueza que habita en sus palabras, ese cúmulo de pulsiones e ideas que lo llevaron, de alguna manera, a vivir al límite sus preceptos.

El estudio que hizo Sartre de Husserl y su llamada fenomenología le permitió abrirse un nuevo panorama ante sus propias teorías y significó, a muy corto plazo, una profunda influencia en su pensamiento. Husserl, a diferencia de Kierkegaard, pretendía hacer de la filosofía una ciencia exacta y para ello sentó la base del pensamiento filosófico en la inmediatez de la realidad, es decir, en tal como ésta se presenta ante nuestra experiencia, realizando un análisis de la “materia prima” y sin previas suposiciones: lidiar directamente con el fenómeno básico o bruto de nuestras propias experiencias. Esta es la fenomenología de la que Sartre se preñó para estructurar su existencialismo. Pero el pensador francés llevó la teoría aún más lejos con la finalidad de desplazar la filosofía a un plano más “real”, es decir, a la vida común.
Para Sartre hay un rotundo predominio de la existencia sobre la esencia; ésta se manifiesta en lo contingente, un concepto que más adelante se volvería la piedra de toque de su teoría filosófica. El hombre no es nada más que contingencia, las cosas enmudecen en el “en sí”; no hay concepción divina ni concepción previa, se está ahí, en el mundo. La libertad es, por tanto, un hecho, no algo de lo que el hombre puede apropiarse o un medio para servirse; ésta se deriva del hecho de existir. Es por ello que el hombre escapa de todo determinismo, es un “estar ahí” que sabe que está, el símbolo más genuino del devenir como conciencia.

“El hombre es primeramente y luego es esto o lo otro”. Tal como afirma el propio Sartre, la existencia es, primordialmente, conciencia de sí. De tal modo, somos un constante “siendo” (el Dasein, en palabras de Heidegger), un para sí pero también para el otro, objeto de observación y despojo del mundo.
Con esto en mente, Sartre se aventura al sinuoso mundo del existencialismo y para ello se sirve de uno de los recursos que mejor le acomodan: la escritura. Pero la pluma no era sólo una forma de expresar el mundo, era su forma de entenderlo y eso es lo que intenta plasmar en sus obras de carácter literario. La narrativa de Sartre es la narrativa del hombre, del filósofo y del ser pensante.

La relación entre el pensamiento de Sartre y su narrativa es entrañable. Sin su concepción de la libertad, de la contingencia y de la conciencia sería imposible imaginar su literatura. Como buen amante de las letras, los textos literarios del Sartre existencialista –sobre todo sus novelas de la madurez temprana– son ilustraciones a posteriori de su obra filosófica.
En su faceta literaria, el filósofo francés repensó una y otra vez conceptos como la libertad y la historia, y formuló un replanteamiento de la realidad humana a partir de la conciencia del mundo. A la edad de 33 años, en 1931, Sartre inició el boceto de la novela que más tarde se convertiría en su obra más solicitada.

Primero plasmada como una serie de ideas inconexas, La náusea es escrita por un Sartre ambicioso que anhelaba mostrar al mundo su más reciente hallazgo: el existencialismo. A pesar de lo que muchos hubieran pensado, la novela fue bien recibida por los lectores y la crítica de la época.
La náusea es el trabajo introductorio de Sartre y tal vez su novela mejor lograda. Lo que bien podríamos denominar una novela paródica, se nos presenta como un monólogo en forma de diario en el que Antoine Roquentin, personaje principal, nos relata parte de su patético andar por el mundo. Este peculiar antihéroe que descubre de súbito la existencia, no cambia ni se desarrolla de una manera particular al paso de las páginas, lo que en verdad cambia es su percepción de la realidad, esa conciencia de “estar” de la que tanto hablaba Sartre. Es así, entonces, que la náusea se vuelve una característica intrínseca del personaje y juega un papel crucial en la obra.

La náusea de Roquentin alude a lo vago, a lo indeterminado, porque somos seres contingentes; la realidad, en este sentido, es viscosa y obscena, como ocurre en la metáfora del castaño que se menciona en la novela: la raíz de un castaño pierde su nominación ante los ojos de Roquentin, y al perderla se vuelve un objeto burdo y sin sentido, un ser abstracto moldeado en la pura existencia, como todo lo demás.
La idea de contingencia, de lo indeterminado, hace del mundo un vacío insondable, pero existente; el fantasma de lo absurdo habita en todo lo que existe y Sartre lo borda, paso a paso, con el telar de sus palabras. La náusea, en este contexto, es una novela existencial en el sentido etimológico de la palabra (lat. existere; lo que aparece).

Sartre no pretende hacer una apología del absurdo sino despojarse de los valores caducos para acceder al grado más puro de la existencia, en donde todo es posible. Pese a que en la novela hay tintes políticos sin delimitar y una profunda crítica a la clase burguesa, La náusea permite, a fin de cuentas, replantear los valores y repensar nuestra relación con el mundo.
Un año después de publicar La náusea, Jean-Paul Sartre escribe El muro, considerada por muchos un epílogo de la misma, como consecuencia del impacto que tuvo ante la guerra. Se trata de un relato centrado en el tema de la muerte que da título a otra compilación de historias: La cámara, Eróstrato, Intimidad y La infancia de un jefe. A tan sólo diez meses de la publicación de La náusea, Sartre ya estaba preparando el terreno para su futura obra filosófica con una serie de relatos que giran también en torno a la locura, el deseo, el absurdo, la sexualidad y el antisemitismo.

En El muro, Sartre pone en cuestión la crisis política y cultural que le arropaba, tal como en su obra anterior, pero esta vez de manera mucho más asertiva. El texto muestra una fuerte referencia a la crítica y al incesante interés del autor por la historia y la política. Pero el meollo de todo gira en torno a algo mucho más crucial; mientras que en La náusea Sartre trata de develar qué es la existencia, en El muro propone que rehuir de ella es también una manera de existir. Revelarse contra la existencia implica politizar nuestros actos, confrontar al mundo tras haberlo contemplado. Éste es el eje central que conecta cada relato a lo largo del texto.
La metáfora del muro es el valor inquebrantable. Los muros que no podemos romper son siempre el de la existencia y el deseo (muro filosófico y moral); pero “la existencia es algo lleno de lo que el hombre no puede desertar”. El muro es ese concreto en que la conciencia encuentra su imposibilidad, es por esta razón que cada uno de los personajes en los cinco relatos se confronta con situaciones limitantes o aparentemente inalterables.

El muro separa la existencia de lo que realmente podría ser, representa todo aquello que alude a un obstáculo: el muro material en la historia de Pablo, el muro simbólico de la locura de Pierre, el muro de niebla de Luciano Fleurier. Cada uno de los relatos sugiere la idea de un muro impenetrable, inabarcable y, algunas veces, fortuito; un muro que “hace que la existencia sea vivida como una petrificación contra la que la conciencia lucha con falsos pretextos”.
Además de consolidar el existencialismo de Sartre, El muro abre paso a su siguiente texto filosófico, El ser y la nada, y a su posterior trabajo literario, Los caminos de la libertad, donde termina de consolidarse como novelista. De igual manera que La náusea, El muro marcó una pauta hacia la nueva literatura francesa: la búsqueda de enlazar la técnica narrativa con una moral y una metafísica.

Ambas obras son, indudablemente, un factor determinante en la vida y obra del autor; dos vestigios de su perpetua genialidad y del espíritu libre de este solitario, elocuente y desmesurado ser, que vivía de acuerdo a sus preceptos filosóficos.

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