Desde una edad temprana, Jean-Paul Sartre mostró un profundo
interés intelectual y político, íntimamente ligado a su entorno y a la ausencia
de una figura paterna –su padre murió cuando tenía sólo meses de nacido–, lo
cual configuró, tal como lo mencionara el propio autor muchos años después, su
necesidad imperiosa de confrontar a la autoridad. Su madre, por el contrario,
fue una mujer que dedicó su vida a proteger al que fuera su cría, a costa de
cualquier contrariedad.
No es descabellado pensar que, debido a su trato en la
infancia, el futuro filósofo mostrara una gran autoestima a pesar del
estrabismo que el glaucoma le propició en sus primeros años. Este bienaventurado
ego y las clases de gramática que su posterior padrastro le impartiría, son
algunas razones posibles de su interés hacia el estudio de la filosofía.
Tal como lo constataron por mucho tiempo sus compañeros en
la École Normale Supérieur, su alma mater, la fealdad de Sartre desaparecía una
vez que comenzaba a hablar. La seguridad que mostraba a la par de su
desperfecto físico y visual era prominente cuando se trataba de entablar
conversaciones dentro y fuera de la academia, pero sobre todo en los bares
bohemios, donde conoció a su futura compañera de vida, Simone de Beauvoir, la
mujer que dejaría una huella imborrable en su obra.
Esta forma peculiar de ser, de mostrarse ante sus
contemporáneos, es probablemente lo que delimitó su trayectoria como filósofo y
escritor, si bien es mucho más reconocido por lo primero. Y es que sólo basta
ajustar el telescopio, acercarse un poco a la totalidad de su pensamiento, para
descubrir la riqueza que habita en sus palabras, ese cúmulo de pulsiones e
ideas que lo llevaron, de alguna manera, a vivir al límite sus preceptos.
El estudio que hizo Sartre de Husserl y su llamada
fenomenología le permitió abrirse un nuevo panorama ante sus propias teorías y
significó, a muy corto plazo, una profunda influencia en su pensamiento.
Husserl, a diferencia de Kierkegaard, pretendía hacer de la filosofía una
ciencia exacta y para ello sentó la base del pensamiento filosófico en la
inmediatez de la realidad, es decir, en tal como ésta se presenta ante nuestra
experiencia, realizando un análisis de la “materia prima” y sin previas
suposiciones: lidiar directamente con el fenómeno básico o bruto de nuestras
propias experiencias. Esta es la fenomenología de la que Sartre se preñó para
estructurar su existencialismo. Pero el pensador francés llevó la teoría aún
más lejos con la finalidad de desplazar la filosofía a un plano más “real”, es decir,
a la vida común.
Para Sartre hay un rotundo predominio de la existencia sobre
la esencia; ésta se manifiesta en lo contingente, un concepto que más adelante
se volvería la piedra de toque de su teoría filosófica. El hombre no es nada
más que contingencia, las cosas enmudecen en el “en sí”; no hay concepción
divina ni concepción previa, se está ahí, en el mundo. La libertad es, por
tanto, un hecho, no algo de lo que el hombre puede apropiarse o un medio para
servirse; ésta se deriva del hecho de existir. Es por ello que el hombre escapa
de todo determinismo, es un “estar ahí” que sabe que está, el símbolo más
genuino del devenir como conciencia.
“El hombre es primeramente y luego es esto o lo otro”. Tal
como afirma el propio Sartre, la existencia es, primordialmente, conciencia de
sí. De tal modo, somos un constante “siendo” (el Dasein, en palabras de
Heidegger), un para sí pero también para el otro, objeto de observación y
despojo del mundo.
Con esto en mente, Sartre se aventura al sinuoso mundo del
existencialismo y para ello se sirve de uno de los recursos que mejor le
acomodan: la escritura. Pero la pluma no era sólo una forma de expresar el mundo,
era su forma de entenderlo y eso es lo que intenta plasmar en sus obras de
carácter literario. La narrativa de Sartre es la narrativa del hombre, del
filósofo y del ser pensante.
La relación entre el pensamiento de Sartre y su narrativa es
entrañable. Sin su concepción de la libertad, de la contingencia y de la
conciencia sería imposible imaginar su literatura. Como buen amante de las
letras, los textos literarios del Sartre existencialista –sobre todo sus
novelas de la madurez temprana– son ilustraciones a posteriori de su obra
filosófica.
En su faceta literaria, el filósofo francés repensó una y
otra vez conceptos como la libertad y la historia, y formuló un replanteamiento
de la realidad humana a partir de la conciencia del mundo. A la edad de 33
años, en 1931, Sartre inició el boceto de la novela que más tarde se
convertiría en su obra más solicitada.
Primero plasmada como una serie de ideas inconexas, La
náusea es escrita por un Sartre ambicioso que anhelaba mostrar al mundo su más
reciente hallazgo: el existencialismo. A pesar de lo que muchos hubieran
pensado, la novela fue bien recibida por los lectores y la crítica de la época.
La náusea es el trabajo introductorio de Sartre y tal vez su
novela mejor lograda. Lo que bien podríamos denominar una novela paródica, se
nos presenta como un monólogo en forma de diario en el que Antoine Roquentin,
personaje principal, nos relata parte de su patético andar por el mundo. Este
peculiar antihéroe que descubre de súbito la existencia, no cambia ni se
desarrolla de una manera particular al paso de las páginas, lo que en verdad
cambia es su percepción de la realidad, esa conciencia de “estar” de la que
tanto hablaba Sartre. Es así, entonces, que la náusea se vuelve una característica
intrínseca del personaje y juega un papel crucial en la obra.
La náusea de Roquentin alude a lo vago, a lo indeterminado,
porque somos seres contingentes; la realidad, en este sentido, es viscosa y
obscena, como ocurre en la metáfora del castaño que se menciona en la novela:
la raíz de un castaño pierde su nominación ante los ojos de Roquentin, y al
perderla se vuelve un objeto burdo y sin sentido, un ser abstracto moldeado en
la pura existencia, como todo lo demás.
La idea de contingencia, de lo indeterminado, hace del mundo
un vacío insondable, pero existente; el fantasma de lo absurdo habita en todo
lo que existe y Sartre lo borda, paso a paso, con el telar de sus palabras. La
náusea, en este contexto, es una novela existencial en el sentido etimológico
de la palabra (lat. existere; lo que aparece).
Sartre no pretende hacer una apología del absurdo sino
despojarse de los valores caducos para acceder al grado más puro de la
existencia, en donde todo es posible. Pese a que en la novela hay tintes
políticos sin delimitar y una profunda crítica a la clase burguesa, La náusea
permite, a fin de cuentas, replantear los valores y repensar nuestra relación
con el mundo.
Un año después de publicar La náusea, Jean-Paul Sartre
escribe El muro, considerada por muchos un epílogo de la misma, como
consecuencia del impacto que tuvo ante la guerra. Se trata de un relato
centrado en el tema de la muerte que da título a otra compilación de historias:
La cámara, Eróstrato, Intimidad y La infancia de un jefe. A tan sólo diez meses
de la publicación de La náusea, Sartre ya estaba preparando el terreno para su
futura obra filosófica con una serie de relatos que giran también en torno a la
locura, el deseo, el absurdo, la sexualidad y el antisemitismo.
En El muro, Sartre pone en cuestión la crisis política y
cultural que le arropaba, tal como en su obra anterior, pero esta vez de manera
mucho más asertiva. El texto muestra una fuerte referencia a la crítica y al
incesante interés del autor por la historia y la política. Pero el meollo de todo
gira en torno a algo mucho más crucial; mientras que en La náusea Sartre trata
de develar qué es la existencia, en El muro propone que rehuir de ella es
también una manera de existir. Revelarse contra la existencia implica politizar
nuestros actos, confrontar al mundo tras haberlo contemplado. Éste es el eje
central que conecta cada relato a lo largo del texto.
La metáfora del muro es el valor inquebrantable. Los muros
que no podemos romper son siempre el de la existencia y el deseo (muro
filosófico y moral); pero “la existencia es algo lleno de lo que el hombre no
puede desertar”. El muro es ese concreto en que la conciencia encuentra su
imposibilidad, es por esta razón que cada uno de los personajes en los cinco
relatos se confronta con situaciones limitantes o aparentemente inalterables.
El muro separa la existencia de lo que realmente podría ser,
representa todo aquello que alude a un obstáculo: el muro material en la
historia de Pablo, el muro simbólico de la locura de Pierre, el muro de niebla
de Luciano Fleurier. Cada uno de los relatos sugiere la idea de un muro
impenetrable, inabarcable y, algunas veces, fortuito; un muro que “hace que la
existencia sea vivida como una petrificación contra la que la conciencia lucha
con falsos pretextos”.
Además de consolidar el existencialismo de Sartre, El muro
abre paso a su siguiente texto filosófico, El ser y la nada, y a su posterior
trabajo literario, Los caminos de la libertad, donde termina de consolidarse
como novelista. De igual manera que La náusea, El muro marcó una pauta hacia la
nueva literatura francesa: la búsqueda de enlazar la técnica narrativa con una
moral y una metafísica.
Ambas obras son, indudablemente, un factor determinante en
la vida y obra del autor; dos vestigios de su perpetua genialidad y del espíritu
libre de este solitario, elocuente y desmesurado ser, que vivía de acuerdo a
sus preceptos filosóficos.
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