Escritor no es quien escribe sino quien no puede dejar de escribir. Y la definición le ajusta casi a la perfección a Eduard Limónov. Bueno, en función de las muchas cosas que parece no poder dejar de hacer, igual las "profesiones" se le amontonarían. No todas, parece ser, al gusto de las leyes: ha pasado diversas etapas en prisión debido a sus radicales actitudes políticas que le han situado siempre en una especie de encrucijada de constante polémica.
Y "Soy Yo, Édichka", primera de su serie de narraciones autobiográficas, no hace más que constatarlo lìnea tras linea. El joven escritor residente en Nueva York, donde de vez en cuando se lamenta de la fama y el prestigio que ha dejado atrás en la Rusia natal de donde ha salido y donde, proclama a lo largo de las páginas, no piensa volver. Cualquiera volvería, porque, aunque parece atravesar penurias económicas, el tipo se lo pasa en grande. Hasta alardea de que su casero en el Hotel Winslow le tenga manía por "no parecer infeliz".
Centrado en su estancia en diversos cuchitriles de los que se avergüenza, vagando entre cobro de subsidios y empleos de mala muerte, Limónov transita de catre en catre, apegado a un esquizoide recuerdo de su amada ex-mujer, la modelo Elena, cuyo recuerdo va y viene a lo largo de todo el libro y martiriza a Limónov. Obsesión que condiciona todos sus juegos, abundantes, variados, pues tras esa traumática experiencia matrimonial decide llevar a término todo tipo de escarceos relacionados con todo tipo de gustos sexuales.
Auténtico festín de encuentros, el que se avecina. Obsceno, por lo crudo y minucioso de sus descripciones le parecerá a alguno. Habrá quien exagerará y lo llamará hasta pornográfico, pero eso sería una equivocación de peso. Puesto que todas las proezas sexuales de Limónov son descritas con naturalidad, si acaso con cierto aire de chulería, pero en modo alguno con intención provocadora. Aquí el autor parece más un Serge Gainsbourg que un Hunter S. Thompson, aunque todo parezca muy gonzo. La cuestión es que, en ese mundo en el que parece estar de visita, Limónov está cómodo, observando todo el nutrido universo que le rodea y le observa a su vez. Sacando un extraño partido de su exotismo. Rodeado, en ese Nueva York revuelto y cosmopolita de la segunda mitad de los 70, de una combinación estrafalaria de intelectuales, compatriotas, y relaciones esporádicas. Limónov, rondando la treintena, teje en Soy Yo, Édichka un curioso canto a la vitalidad, una incontestable oda a la carnalidad más desinhibida, y aunque esto podría ponerse en duda viendo cómo el autor ha abrazado a posteriori algunos de los trazos ideológicos de los que aquí parece renegar, una involuntaria crítica, un ataque a la línea de flotación de los regímenes totalitarios. Porque esta es la sensación que permanece tras esta estimulante lectura: el aire libertino de un poeta ruso en medio de una gran ciudad americana. Duro, excesivo y descarnado, pero, a la vez, lírico y honesto.
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