En «De civitate Dei», Agustín de Hipona se preguntaba qué
distingue al Estado de «una banda de ladrones a gran escala» si no es un
sentido de la justicia y del Derecho. Muchos siglos más tarde, la filósofa
alemana Hannah Arendt se planteó cuestiones similares en »Verdad y mentira en
la política». El volumen reúne dos ensayos que se vertebran en torno a la
peliaguda relación entre verdad y mentira en el uso del poder. Arendt sabe que,
hoy como ayer, «el hombre que dice la verdad pone su vida en peligro»; pero
tampoco ignora que una política desligada de la verdad se corrompe desde dentro
y termina convirtiendo al Estado en una maquinaria que destruye el Derecho.
Hannah Arendt piensa sobre todo en los efectos perversos de
los totalitarismos del siglo XX, aunque en realidad su crítica resulta
inseparable del ámbito de la política y del poder concebidos en su totalidad.
La filósofa distingue entre una verdad puramente racional y otra que se
corresponde con los hechos: la denominada «verdad factual», que incide
directamente en la política al relacionarse con la opinión.
«Los hechos y las opiniones -subraya Arendt-, aunque deben
mantenerse separados, no son antagónicos; pertenecen al mismo campo. Los hechos
dan forma a las opiniones, y las opiniones, inspiradas por pasiones e intereses
diversos, pueden divergir ampliamente y aun así ser legítimas mientras respeten
la verdad factual. La libertad de opinión es una farsa si no se garantiza la
información objetiva y no se aceptan los hechos mismos». El correcto funcionamiento de la democracia exige proteger
la verdad de los hechos frente a la fuerza persuasiva de la falsedad y la
intoxicación.
Si el primero de los ensayos del libro reivindica el valor
de la verdad en política, el segundo se centra en el impacto de la mentira
sobre el cuerpo social. Las variantes modernas de la mentira, por supuesto, son
múltiples, pero Arendt se centra especialmente en dos: las que surgen como
consecuencia del trabajo de los profesionales de la relaciones públicas -y que,
en el fondo, responden a una concepción meramente publicitaria de la
democracia-; y, por otro lado, las que construyen a diario los llamados
«expertos».
Es a estos -profesores universitarios, altos funcionarios,
analistas de «think tanks»- a los que la filósofa alemana acusa de caer en una
especie de arrogancia fatal que los conduce a confundir la verdad con sus
intereses ideológicos y la realidad con el amor por la abstracción. Y asimismo
les recrimina otra presunción aún peor: la de querer amoldar el mundo a la
teoría, lo posible a lo utópico, los hechos a las creencias. Al final, como un
correlato lógico, el poder pretende apropiarse de la conciencia de los hombres:
no sólo de nuestro presente o del futuro, sino también del pasado, que debe
reescribirse continuamente.
La libertad se anuda al desenmascaramiento de la mentira.
Las verdades factuales pueden ser -y de hecho son- frágiles, pero el engaño
termina retrocediendo siempre ante la realidad. De modo que la única garantía
que tiene una democracia para perdurar pasa por reconocer su vinculación
necesaria con la verdad y con la libertad. Lo contrario convierte a los Estados
y a los gobiernos en poco más que una banda de malhechores.
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