Si Ulises había sido un libro sobre el día, éste sería un
libro sobre la noche. Muy pronto, en aquellos primeros días de 1923, comenzó a
llamar a su nuevo proyecto «el monstruo». En su vida por aquel entonces,
mientras la criatura iniciaba su lenta formación, caía una especie de anochecer.
Su matrimonio hacía agua; su hija Lucia mostraba los primeros síntomas de la
enfermedad mental que terminaría por engullirla; Ulises había sido, para su
gran satisfacción, un escándalo y objeto de un culto instantáneo, pero las
ventas no daban beneficios, y el esfuerzo de terminarlo, unido a su rampante
alcoholismo, había causado daños irreversibles a sus ojos, enfermos desde su
juventud.
La gestación comenzó un año después de publicarse Ulises. Estuvo
muchas veces a punto de abandonar. En 1939, a las puertas de la guerra, casi
ciego y con Lucia internada en un manicomio, terminó el libro. Habían pasado
dieciséis años. Dos años después, en 1941, tras salir de Francia huyendo de los
nazis, murió de pronto a causa de una úlcera duodenal perforada. Tenía
cincuenta y ocho años y el aspecto de un hombre de setenta.
Hoy día, cuando los clásicos se leen tanto o más que nunca
(a pesar de cierto pesimismo), la última novela de Joyce se lee extremadamente
poco. Nabokov, que fue amigo de Joyce y un gran admirador de Ulises, equiparó
Finnegans Wake con un ronquido persistente en la habitación de al lado y sólo a
duras penas terminó de leerla.
Uno de los primeros reseñistas ya dijo que Ulises, una
novela legendariamente ardua, era un silabario infantil comparado con Finnegans
Wake. De hecho, Ulises, a pesar de su fama y de ciertas innegables
dificultades, es un libro claro como el cuarzo, maravillosamente condensado y
estructurado. La prosa de Ulises se despliega en una profundidad llena de
imágenes y el diamantino sistema de ecos, paralelismos y resonancias va
haciendo en el lector un efecto acumulativo que, hacia el final, provoca esa
increíble sensación de levitación, entre eufórica y melancólica, que los buenos
lectores de Joyce conocen tan bien. ¿Y cuántos personajes en la historia de la
literatura pueden compararse en nitidez, en humanidad y en pura realidad con
Leopold Bloom?
En Finnegans Wake no hay un Leopold Bloom, no hay esa
cualidad cristalina de los detalles y de la estructura. El título se refiere a
una vieja balada irlandesa, «Finnegan’s Wake» («El velatorio de Finnegan»),
sobre Tim Finnegan, un albañil «nacido con amor al licor», que un día se cae de
una escalera y se rompe la cabeza. En su velatorio, los asistentes bailan, se
emborrachan y se pelean, de suerte que un chorro de whisky rocía su cadáver y
lo devuelve a la vida para unirse a la celebración.
La novela comienza con el relato mítico del gigante Finn MacCool,
trasunto de Finnegan, que muere y se transforma en el paisaje: su interior es
ahora el mundo, su sueño o su bardo. Pronto se hace patente que no estamos en
el ámbito del día, sino en el de los sueños, «donde el deseo es padre del
evento», como leemos en una de los miles de citas deformadas (en este caso, de
la segunda parte de Enrique IV: «El deseo es padre del pensamiento»).
Todo es fluido en Finnegans Wake, en primer lugar el
lenguaje, que Joyce quería que fuese como el agua de un río, y, por supuesto,
también son fluidos los personajes. Así, Earwicker se metamorfosea
constantemente en otros personajes, objetos e ideas, cada uno de los cuales
representa una suerte de caída: Parnell (uno de los padres de la independencia
irlandesa), Lucifer, el sol, el crash del 29, la manzana de Newton, Napoleón,
Tristán o Humpty Dumpty (que, si recordamos bien, es un huevo –cósmico, según
Campbell– que se cae de un muro y se rompe, como la cabeza de Tim Finnegan).
Earwicker está casado con Anna Livia Plurabelle (o ALP), en cierto modo el personaje
central de la novela, quien es también el río Liffey y el río del tiempo y que
desempeña a su vez multitud de papeles, por ejemplo, el de Isis en busca de los
fragmentos perdidos de su esposo Osiris/Humpty Dumpty, que son la creación
entera, su sueño, los trozos de la unidad perdida.
El pecado original que precipita la caída adopta diversas
formas. La principal es un acto indecoroso cometido por Earwicker en el
dublinés Phoenix Park (trasunto del Edén), posiblemente su impúdica exhibición
ante dos muchachas que orinaban entre unos arbustos (es famosa la obsesión
mingitoria de Joyce). A continuación asistimos a un enorme juicio farsesco
contra Earwicker, que es encarcelado y ultrajado, que muere y se hunde en una
«acuosa tumba» en el lago Neagh. Se rumorea que resucita, se aparece en
distintas batallas a lo largo del espacio y del tiempo, se convierte en un
mito. A todo esto, cobran protagonismo cuatro recurrentes ancianos que son
cuatro parroquianos de la taberna de Earwicker y, al mismo tiempo, los cuatro
jueces de Earwicker, los cuatro evangelistas, los cuatro maestros autores de
los Anales del reino de Irlanda, los cuatro ciclos viconianos, las cuatro
estaciones, las cuatro provincias de Irlanda, las cuatro principales
festividades judías anuales, etc. La atención se desvía de Earwicker, que será
a partir de ahora una figura subliminal, aunque omnipresente. Aparece una
carta, la famosa mamafesta, rescatada por una gallina que escarbaba en un
montón de basura en busca de gusanos. Siguen largas exégesis eruditas de la
carta, en la que, entre otras cosas, se nos proporcionan metaliterarias
instrucciones para leer Finnegans Wake. La perdida y anónima carta reaparecerá
una y otra vez a lo largo del libro, así como esa gallina que escarba y escarba
y que se identifica oscuramente con ALP. Siguen secuelas y variaciones del
juicio esencial, así como enfrentamientos y aventuras de los dos hijos gemelos
de HCE y ALP: Shaun (el político, prudente y conservador, carismático pero
incapaz de crear) y Shem (el artista, el introvertido, rechazado por todos, que
escribe un libro fosforescente en un lenguaje que su hermano no puede
entender), en los cuales parece haberse reencarnado Earwicker dividido en sus
dos partes contradictorias, las cuales acabarán uniéndose en una mística (y
cómica) reconciliación de contrarios. Cerca del final, el sueño comienza a
desintegrarse. Entendemos que el soñador último es un tal Porter, que despierta
a medias en su cama de Dublín. Una hoja seca en una rama rozaba contra la
ventana y ese ruido insistente, al otro lado del ojo de la aguja del sueño, se
transformaba en el rascar de la gallina en el montón de basura, en el
tartamudeo de Earwicker, en los miles de voces que han entretejido miles de
historias y una sola gran historia. Porter alberga sentimientos incestuosos
reprimidos hacia su hija Isobel; en su sueño, incesto se ha transformado en
insecto, y de ahí el apellido de Earwicker, derivado de earwig (tijereta o
cortapicos), que en francés es pierce-oreille, es decir, perforaoídos (por la
creencia de que esos insectos pueden atravesar el tímpano de un ser humano para
depositar sus huevos en el cerebro), lo cual da uno de los muchos nombres de
HCE, Persse O’Reilly, y está relacionado con el rascar de la hoja en la ventana
y con la idea (importante en Finnegans Wake) de que los oídos de un durmiente
están siempre abiertos y que los sonidos del mundo de afuera se transforman
dentro en voces, en músicas, en historias, en mundos. Al final, la última
frase, sin punto, continúa en la primera frase del libro, sin mayúscula
inicial, el círculo más grande se cierra por fin (la gran O) y todo vuelve a
empezar.
Ismael Belda es crítico literario y escritor. Es autor de La
Universidad Blanca (Madrid, La Palma, 2015).
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