miércoles, 10 de mayo de 2017

Finnegans Wake de James Joyce


Si Ulises había sido un libro sobre el día, éste sería un libro sobre la noche. Muy pronto, en aquellos primeros días de 1923, comenzó a llamar a su nuevo proyecto «el monstruo». En su vida por aquel entonces, mientras la criatura iniciaba su lenta formación, caía una especie de anochecer. Su matrimonio hacía agua; su hija Lucia mostraba los primeros síntomas de la enfermedad mental que terminaría por engullirla; Ulises había sido, para su gran satisfacción, un escándalo y objeto de un culto instantáneo, pero las ventas no daban beneficios, y el esfuerzo de terminarlo, unido a su rampante alcoholismo, había causado daños irreversibles a sus ojos, enfermos desde su juventud.

La gestación comenzó un año después de publicarse Ulises. Estuvo muchas veces a punto de abandonar. En 1939, a las puertas de la guerra, casi ciego y con Lucia internada en un manicomio, terminó el libro. Habían pasado dieciséis años. Dos años después, en 1941, tras salir de Francia huyendo de los nazis, murió de pronto a causa de una úlcera duodenal perforada. Tenía cincuenta y ocho años y el aspecto de un hombre de setenta.

Hoy día, cuando los clásicos se leen tanto o más que nunca (a pesar de cierto pesimismo), la última novela de Joyce se lee extremadamente poco. Nabokov, que fue amigo de Joyce y un gran admirador de Ulises, equiparó Finnegans Wake con un ronquido persistente en la habitación de al lado y sólo a duras penas terminó de leerla.

Uno de los primeros reseñistas ya dijo que Ulises, una novela legendariamente ardua, era un silabario infantil comparado con Finnegans Wake. De hecho, Ulises, a pesar de su fama y de ciertas innegables dificultades, es un libro claro como el cuarzo, maravillosamente condensado y estructurado. La prosa de Ulises se despliega en una profundidad llena de imágenes y el diamantino sistema de ecos, paralelismos y resonancias va haciendo en el lector un efecto acumulativo que, hacia el final, provoca esa increíble sensación de levitación, entre eufórica y melancólica, que los buenos lectores de Joyce conocen tan bien. ¿Y cuántos personajes en la historia de la literatura pueden compararse en nitidez, en humanidad y en pura realidad con Leopold Bloom?

En Finnegans Wake no hay un Leopold Bloom, no hay esa cualidad cristalina de los detalles y de la estructura. El título se refiere a una vieja balada irlandesa, «Finnegan’s Wake» («El velatorio de Finnegan»), sobre Tim Finnegan, un albañil «nacido con amor al licor», que un día se cae de una escalera y se rompe la cabeza. En su velatorio, los asistentes bailan, se emborrachan y se pelean, de suerte que un chorro de whisky rocía su cadáver y lo devuelve a la vida para unirse a la celebración.

La novela comienza con el relato mítico del gigante Finn MacCool, trasunto de Finnegan, que muere y se transforma en el paisaje: su interior es ahora el mundo, su sueño o su bardo. Pronto se hace patente que no estamos en el ámbito del día, sino en el de los sueños, «donde el deseo es padre del evento», como leemos en una de los miles de citas deformadas (en este caso, de la segunda parte de Enrique IV: «El deseo es padre del pensamiento»).

Todo es fluido en Finnegans Wake, en primer lugar el lenguaje, que Joyce quería que fuese como el agua de un río, y, por supuesto, también son fluidos los personajes. Así, Earwicker se metamorfosea constantemente en otros personajes, objetos e ideas, cada uno de los cuales representa una suerte de caída: Parnell (uno de los padres de la independencia irlandesa), Lucifer, el sol, el crash del 29, la manzana de Newton, Napoleón, Tristán o Humpty Dumpty (que, si recordamos bien, es un huevo –cósmico, según Campbell– que se cae de un muro y se rompe, como la cabeza de Tim Finnegan). Earwicker está casado con Anna Livia Plurabelle (o ALP), en cierto modo el personaje central de la novela, quien es también el río Liffey y el río del tiempo y que desempeña a su vez multitud de papeles, por ejemplo, el de Isis en busca de los fragmentos perdidos de su esposo Osiris/Humpty Dumpty, que son la creación entera, su sueño, los trozos de la unidad perdida.

 El pecado original que precipita la caída adopta diversas formas. La principal es un acto indecoroso cometido por Earwicker en el dublinés Phoenix Park (trasunto del Edén), posiblemente su impúdica exhibición ante dos muchachas que orinaban entre unos arbustos (es famosa la obsesión mingitoria de Joyce). A continuación asistimos a un enorme juicio farsesco contra Earwicker, que es encarcelado y ultrajado, que muere y se hunde en una «acuosa tumba» en el lago Neagh. Se rumorea que resucita, se aparece en distintas batallas a lo largo del espacio y del tiempo, se convierte en un mito. A todo esto, cobran protagonismo cuatro recurrentes ancianos que son cuatro parroquianos de la taberna de Earwicker y, al mismo tiempo, los cuatro jueces de Earwicker, los cuatro evangelistas, los cuatro maestros autores de los Anales del reino de Irlanda, los cuatro ciclos viconianos, las cuatro estaciones, las cuatro provincias de Irlanda, las cuatro principales festividades judías anuales, etc. La atención se desvía de Earwicker, que será a partir de ahora una figura subliminal, aunque omnipresente. Aparece una carta, la famosa mamafesta, rescatada por una gallina que escarbaba en un montón de basura en busca de gusanos. Siguen largas exégesis eruditas de la carta, en la que, entre otras cosas, se nos proporcionan metaliterarias instrucciones para leer Finnegans Wake. La perdida y anónima carta reaparecerá una y otra vez a lo largo del libro, así como esa gallina que escarba y escarba y que se identifica oscuramente con ALP. Siguen secuelas y variaciones del juicio esencial, así como enfrentamientos y aventuras de los dos hijos gemelos de HCE y ALP: Shaun (el político, prudente y conservador, carismático pero incapaz de crear) y Shem (el artista, el introvertido, rechazado por todos, que escribe un libro fosforescente en un lenguaje que su hermano no puede entender), en los cuales parece haberse reencarnado Earwicker dividido en sus dos partes contradictorias, las cuales acabarán uniéndose en una mística (y cómica) reconciliación de contrarios. Cerca del final, el sueño comienza a desintegrarse. Entendemos que el soñador último es un tal Porter, que despierta a medias en su cama de Dublín. Una hoja seca en una rama rozaba contra la ventana y ese ruido insistente, al otro lado del ojo de la aguja del sueño, se transformaba en el rascar de la gallina en el montón de basura, en el tartamudeo de Earwicker, en los miles de voces que han entretejido miles de historias y una sola gran historia. Porter alberga sentimientos incestuosos reprimidos hacia su hija Isobel; en su sueño, incesto se ha transformado en insecto, y de ahí el apellido de Earwicker, derivado de earwig (tijereta o cortapicos), que en francés es pierce-oreille, es decir, perforaoídos (por la creencia de que esos insectos pueden atravesar el tímpano de un ser humano para depositar sus huevos en el cerebro), lo cual da uno de los muchos nombres de HCE, Persse O’Reilly, y está relacionado con el rascar de la hoja en la ventana y con la idea (importante en Finnegans Wake) de que los oídos de un durmiente están siempre abiertos y que los sonidos del mundo de afuera se transforman dentro en voces, en músicas, en historias, en mundos. Al final, la última frase, sin punto, continúa en la primera frase del libro, sin mayúscula inicial, el círculo más grande se cierra por fin (la gran O) y todo vuelve a empezar.

Ismael Belda es crítico literario y escritor. Es autor de La Universidad Blanca (Madrid, La Palma, 2015).

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