Solo dos veces el tribunal envía por Josef K: la primera, al despertarse en su habitación, para arrestarlo “sin que hubiera hecho nada malo” y notificarle su proceso; la segunda, para ejecutar la condena, sin haberse conocido nunca la acusación ni haber llegado K. a presentar ante el tribunal siquiera el primer escrito. En el ínterin, soporta humillaciones sutiles —risas maliciosas de los niños, virtuales traiciones, escalones desmesuradamente altos, ahogos, cansancio—; su abogado, enfermo, solo lo atiende desde la cama. Leni, la secretaria de su abogado, le coquetea, y al mostrarle una membrana entre dos dedos de la mano K. exclama: “¡Qué bella garra!”. luego, el abogado le revelará que ella coquetea con todos los acusados, porque son “bellos”. Una noche, después de la jornada de trabajo en el banco, en un desván cuya puerta nunca se abría, descubre que un verdugo azotaba a los funcionarios que lo habían “arrestado”; intenta interceder, pero no logra clemencia. Al día siguiente, vuelve a abrir la puerta del desván y la escena comienza a repetirse exactamente como la noche anterior. Un domingo, en sórdidos suburbios, una mujer que lava ropa le indica a K. la ubicación de laberínticos tribunales, donde es indagado por un juez de instrucción en un estrado donde no hay lugar suficiente para el acusado, en una atestada sala de ancianos que ríen, aprueban o desaprueban sus dichos. En otro episodio, recurre a un pintor de jueces que promete ayudarlo con sus influencias, pero resulta que una puerta obstruida por la cama se comunica directamente con los tribunales, es más, su propio taller es parte del tribunal. Otro día, K. acude a la catedral para encontrarse con un cliente extranjero del banco, le sorprende un sacerdote que luego de extravagantes interpretaciones sobre una parábola profana, en un abrupto cambio de tono, reconoce que pertenece al tribunal, y que el tribunal no quiere nada de K.
Para leer el resumen completo de la novela:
Capítulo I
El protagonista principal, José K, resulta detenido en la pensión donde se aloja, acusado de un delito de naturaleza ignorada tanto para él, como para los funcionarios de la justicia que le notifican la iniciación de su proceso. Este hecho no altera la existencia habitual de K, que, pese a todo, puede seguir acudiendo al Banco del que es apoderado, todos los días. Al regresar a la pensión, concluida la jornada, conversa con la señora Grubach, dueña del establecimiento, sobre los hechos ocurridos por la mañana. En realidad, su interés se centra en saber si se encuentra en casa la srta. Bürstner, en cuya habitación había estado la comisión investigadora. Más tarde va a verla para pedir excusas por el desorden en que los funcionarios han dejado su cuarto, aunque su intención es la de seducirla.
Capítulo II
A los pocos días, K recibe una llamada telefónica anunciándole que será sometido el domingo —para no interrumpir su horario de trabajo— a un primer interrogatorio. Decide asistir, anulando incluso la invitación a un paseo en yate que para ese día le había hecho el director adjunto del Banco. Se dirige a un suburbio pobre de la ciudad y, no sin esfuerzo, localiza finalmente la dirección que busca. Una vez dentro se da cuenta de estar en una vivienda, llena de gentes del más variado aspecto. Es invitado a entrar por “una joven de ojos negros, que lavaba ropa blanca de niños”. La rumorosa asamblea, integrada por personas vestidas en su mayoría de negro, con largas levitas, está presidida por un hombre pequeño, sentado detrás de una mesita. El juez de instrucción hace algunas preguntas, a las que José K responde altaneramente, censurando los procedimientos judiciales y tratando de conquistar así la aprobación de su extraño público. Tras presenciar un incidente protagonizado por la lavandera y un hombre que la abrazaba en un rincón de la sala, espectáculo que entretuvo a los presentes, K decide abandonar el lugar, increpando a los funcionarios judiciales y recriminándoles de nuevo su actitud.
Capítulo III
El domingo siguiente, sin haber sido convocado, el acusado se dirige de nuevo al mismo lugar. En la sala, ahora completamente vacía, es recibido por la misma mujer de la vez anterior. Ella y su marido, ujier del tribunal, viven gratuitamente en la sala de sesiones, que deben dejar libre cuando actúa la justicia. Tras observar los viejos y sucios libros, con algunas ilustraciones obscenas, que usan los funcionarios públicos, José K dedica su atención a la mujer, que ha comenzado a relatarle sus confidencias, y se siente atraído por ella. En ese momento, aparece el estudiante de derecho que la había abrazado en la primera sesión, personaje al que la mujer se prodigaba, pensando en la futura influencia que alcanzaría. El joven la conduce por la fuerza al juez de instrucción, que solicitaba también sus favores. Tanto ella como su marido toleran la situación, puesto que su supervivencia depende de este asentimiento. Poco después, el ujier conduce a K a la sala de espera, donde aguardan los acusados “como mendigos en la esquina de una calle”. Finalmente, después de haber soportado en una de las oficinas un ambiente pesado y enrarecido, que le causa no poco malestar, José K decide irse, proponiéndose pasar mejor los domingos en adelante.
Capítulo IV
Aparece en este capítulo un nuevo personaje: la señorita Montag, que se traslada a la pensión para compartir la habitación con la señorita Bürstner. Esta circunstancia molesta a K, porque altera el plan de seducir a su vecina.
Capítulo V
Días después, ya a punto de salir del Banco, José K oye unos gemidos al pasar junto a una habitación dedicada a los trastos inútiles. Intrigado, entra en ella y ve con asombro que los dos inspectores que le habían detenido días antes están siendo azotados por un verdugo. Al descubrir que el motivo es la queja presentada por él mismo al juez acerca de los funcionarios, se compadece e intenta, sin éxito, sobornar al verdugo para que interrumpa el castigo. Entonces piensa que la justicia está corrompida y hay que luchar contra ella. Al día siguiente, al marcharse de la oficina, decide inspeccionar de nuevo la habitación, y es mayúscula su sorpresa al encontrar allí a los inspectores, ya vestidos, y al verdugo, que se lamentan de su suerte, como el día anterior. Esta escena pone muy bien de manifiesto el absurdo kafkiano y el ambiente de pesadilla que domina la obra.
Capítulo VI
Hace su aparición en la historia el tío de K, que, enterado del proceso contra su sobrino, viene a visitarlo con la intención de prestarle ayuda. Con ese fin, le propone ir a ver al abogado Huld, antiguo condiscípulo suyo, profesional de renombre y buen defensor de causas justas. Al llegar a su casa, son atendidos por Leni, la enfermera que cuida al abogado, ya que éste se encuentra en cama, aquejado de un problema cardíaco. Huld, enterado ya del proceso, decide asumir la defensa del acusado. Mientras conversan, suena un ruido fuera de la habitación. José K sale a ver qué lo ha producido y se encuentra con la enfermera, que ha roto a propósito un tiesto para llamar su atención. Hablan del proceso, intercambian confidencias y flirtean. Leni le entrega la llave de la casa para que vaya a visitarla cuando quiera.
Capítulo VII
La ansiedad de K a causa del proceso se acentúa; la evolución del asunto es sumamente lenta e imprevisible: a dos meses de su iniciación, ni siquiera se ha presentado la primera demanda. A medida que el protagonista se va sumergiendo en su misterioso proceso, va perdiendo más y más interés por el trabajo del Banco. Un industrial que lo visita le proporciona una nueva pista: ha oído hablar de su juicio a un pintor que está en buenas relaciones con los jueces. Usa el seudónimo de Tintorelli. Le recomienda conversar con él, pues podría indicarle el modo de aproximarse a los magistrados. Picado por la curiosidad, José K resuelve hacer una visita al pintor. Se encamina a un barrio aún más pobre que el del tribunal y, guiado por una niña de trece años, algo jorobada y totalmente corrupta, localiza al hombre en un miserable y lóbrego cuartucho. Tintorelli se gana la vida retratando a los jueces, y ello le brinda la ocasión de intimar un poco con ellos. A las preguntas de K responde presentándole tres posibles tipos de absolución: la real, la aparente, y la prórroga ilimitada. Como las tres posibilidades ofrecen ventajas e inconvenientes casi equivalentes, el protagonista no se decide finalmente por ninguna de ellas. Antes de abandonar el cuarto, el pintor le ofrece algunos cuadros, llenos de polvo, que K compra por cortesía. Para evitar a José K el encuentro con las pilluelas que espían desde fuera, Tintorelli le hace salir de la habitación por una puerta situada detrás de la cama, que conduce a las sombrías oficinas de la justicia, instaladas en un granero. Esta es una de las escenas más significativas de la novela:
“Abrió finalmente la puerta, inclinándose sobre la cama.
El protagonista principal, José K, resulta detenido en la pensión donde se aloja, acusado de un delito de naturaleza ignorada tanto para él, como para los funcionarios de la justicia que le notifican la iniciación de su proceso. Este hecho no altera la existencia habitual de K, que, pese a todo, puede seguir acudiendo al Banco del que es apoderado, todos los días. Al regresar a la pensión, concluida la jornada, conversa con la señora Grubach, dueña del establecimiento, sobre los hechos ocurridos por la mañana. En realidad, su interés se centra en saber si se encuentra en casa la srta. Bürstner, en cuya habitación había estado la comisión investigadora. Más tarde va a verla para pedir excusas por el desorden en que los funcionarios han dejado su cuarto, aunque su intención es la de seducirla.
Capítulo II
A los pocos días, K recibe una llamada telefónica anunciándole que será sometido el domingo —para no interrumpir su horario de trabajo— a un primer interrogatorio. Decide asistir, anulando incluso la invitación a un paseo en yate que para ese día le había hecho el director adjunto del Banco. Se dirige a un suburbio pobre de la ciudad y, no sin esfuerzo, localiza finalmente la dirección que busca. Una vez dentro se da cuenta de estar en una vivienda, llena de gentes del más variado aspecto. Es invitado a entrar por “una joven de ojos negros, que lavaba ropa blanca de niños”. La rumorosa asamblea, integrada por personas vestidas en su mayoría de negro, con largas levitas, está presidida por un hombre pequeño, sentado detrás de una mesita. El juez de instrucción hace algunas preguntas, a las que José K responde altaneramente, censurando los procedimientos judiciales y tratando de conquistar así la aprobación de su extraño público. Tras presenciar un incidente protagonizado por la lavandera y un hombre que la abrazaba en un rincón de la sala, espectáculo que entretuvo a los presentes, K decide abandonar el lugar, increpando a los funcionarios judiciales y recriminándoles de nuevo su actitud.
Capítulo III
El domingo siguiente, sin haber sido convocado, el acusado se dirige de nuevo al mismo lugar. En la sala, ahora completamente vacía, es recibido por la misma mujer de la vez anterior. Ella y su marido, ujier del tribunal, viven gratuitamente en la sala de sesiones, que deben dejar libre cuando actúa la justicia. Tras observar los viejos y sucios libros, con algunas ilustraciones obscenas, que usan los funcionarios públicos, José K dedica su atención a la mujer, que ha comenzado a relatarle sus confidencias, y se siente atraído por ella. En ese momento, aparece el estudiante de derecho que la había abrazado en la primera sesión, personaje al que la mujer se prodigaba, pensando en la futura influencia que alcanzaría. El joven la conduce por la fuerza al juez de instrucción, que solicitaba también sus favores. Tanto ella como su marido toleran la situación, puesto que su supervivencia depende de este asentimiento. Poco después, el ujier conduce a K a la sala de espera, donde aguardan los acusados “como mendigos en la esquina de una calle”. Finalmente, después de haber soportado en una de las oficinas un ambiente pesado y enrarecido, que le causa no poco malestar, José K decide irse, proponiéndose pasar mejor los domingos en adelante.
Capítulo IV
Aparece en este capítulo un nuevo personaje: la señorita Montag, que se traslada a la pensión para compartir la habitación con la señorita Bürstner. Esta circunstancia molesta a K, porque altera el plan de seducir a su vecina.
Capítulo V
Días después, ya a punto de salir del Banco, José K oye unos gemidos al pasar junto a una habitación dedicada a los trastos inútiles. Intrigado, entra en ella y ve con asombro que los dos inspectores que le habían detenido días antes están siendo azotados por un verdugo. Al descubrir que el motivo es la queja presentada por él mismo al juez acerca de los funcionarios, se compadece e intenta, sin éxito, sobornar al verdugo para que interrumpa el castigo. Entonces piensa que la justicia está corrompida y hay que luchar contra ella. Al día siguiente, al marcharse de la oficina, decide inspeccionar de nuevo la habitación, y es mayúscula su sorpresa al encontrar allí a los inspectores, ya vestidos, y al verdugo, que se lamentan de su suerte, como el día anterior. Esta escena pone muy bien de manifiesto el absurdo kafkiano y el ambiente de pesadilla que domina la obra.
Capítulo VI
Hace su aparición en la historia el tío de K, que, enterado del proceso contra su sobrino, viene a visitarlo con la intención de prestarle ayuda. Con ese fin, le propone ir a ver al abogado Huld, antiguo condiscípulo suyo, profesional de renombre y buen defensor de causas justas. Al llegar a su casa, son atendidos por Leni, la enfermera que cuida al abogado, ya que éste se encuentra en cama, aquejado de un problema cardíaco. Huld, enterado ya del proceso, decide asumir la defensa del acusado. Mientras conversan, suena un ruido fuera de la habitación. José K sale a ver qué lo ha producido y se encuentra con la enfermera, que ha roto a propósito un tiesto para llamar su atención. Hablan del proceso, intercambian confidencias y flirtean. Leni le entrega la llave de la casa para que vaya a visitarla cuando quiera.
Capítulo VII
La ansiedad de K a causa del proceso se acentúa; la evolución del asunto es sumamente lenta e imprevisible: a dos meses de su iniciación, ni siquiera se ha presentado la primera demanda. A medida que el protagonista se va sumergiendo en su misterioso proceso, va perdiendo más y más interés por el trabajo del Banco. Un industrial que lo visita le proporciona una nueva pista: ha oído hablar de su juicio a un pintor que está en buenas relaciones con los jueces. Usa el seudónimo de Tintorelli. Le recomienda conversar con él, pues podría indicarle el modo de aproximarse a los magistrados. Picado por la curiosidad, José K resuelve hacer una visita al pintor. Se encamina a un barrio aún más pobre que el del tribunal y, guiado por una niña de trece años, algo jorobada y totalmente corrupta, localiza al hombre en un miserable y lóbrego cuartucho. Tintorelli se gana la vida retratando a los jueces, y ello le brinda la ocasión de intimar un poco con ellos. A las preguntas de K responde presentándole tres posibles tipos de absolución: la real, la aparente, y la prórroga ilimitada. Como las tres posibilidades ofrecen ventajas e inconvenientes casi equivalentes, el protagonista no se decide finalmente por ninguna de ellas. Antes de abandonar el cuarto, el pintor le ofrece algunos cuadros, llenos de polvo, que K compra por cortesía. Para evitar a José K el encuentro con las pilluelas que espían desde fuera, Tintorelli le hace salir de la habitación por una puerta situada detrás de la cama, que conduce a las sombrías oficinas de la justicia, instaladas en un granero. Esta es una de las escenas más significativas de la novela:
“Abrió finalmente la puerta, inclinándose sobre la cama.
—No se preocupe, dijo, por subirse al colchón; no se puede pasar de otro modo.
K no necesitaba este estímulo para pasar sin ningún escrúpulo.
Ya había incluso puesto el pie en pleno centro de la colcha, cuando, mirando a través de la puerta abierta, retrocedió con sobresalto:
—¿Qué es lo que hay ahí?, preguntó al pintor.
—¿De qué se extraña?, interrogó a su vez el otro, también sorprendido. Son las oficinas de la justicia. ¿No sabía usted que aquí también había? Las hay en casi todos los graneros, ¿por qué no iba a haberlas aquí? Mi propio taller forma parte de sus locales, pero la justicia lo ha puesto a mi disposición.
K estaba menos asustado de haber encontrado en ese lugar los archivos de la justicia que de constatar su ignorancia en todo lo referente al tribunal. Le parecía que la regla de oro para un acusado debía ser la de estar siempre dispuesto a todo, no dejarse jamás sorprender; no mirar nunca a la derecha cuando su juez se encontraba a la izquierda, y era precisamente contra esta regla fundamental contra la que él volvía una y otra vez a pecar. Se extendía ante él un largo corredor, del que venía un aire comparado con el cual el del taller parecía refrescante. A uno y otro lado se alineaban unos bancos, como en la sala de espera del secretariado del que dependía el asunto de K. La instalación de estas oficinas parecía estar reglamentada desde todos los puntos de vista por minuciosas prescripciones. Por el momento, no había una gran afluencia. Un hombre se mantenía sentado, o mejor, medio acostado sobre uno de los bancos. Con el rostro oculto entre las manos y apoyado contra la madera, tenía todo el aspecto de estar durmiendo. Otro estaba más adelante, en la penumbra del extremo opuesto del corredor. K se decidió de nuevo a saltar sobre la cama. El pintor le siguió, con los lienzos bajo ambos brazos. No tardaron en encontrar un ujier —K sabía ya reconocerlos por el botón de oro que lucían en su traje civil— y Tintorelli encargó a este hombre transportar los cuadros. K titubeó antes de avanzar. Sostenía el pañuelo apretado contra la boca. Se encontraban ya cerca de la salida cuando las pilluelas se precipitaron ante ellos. ¡Ni siquiera la travesía por el granero había ahorrado este encuentro a K! Las niñas debían haber visto que se abría la otra puerta del taller y habían dado un rodeo para llegar por este lado.
—No puedo acompañarle más, gritó el pintor, riendo ante el asalto de las chiquillas. Hasta la vista. No pierda demasiado tiempo reflexionando.
K no le dirigió una sola mirada. Una vez en la calle, hizo parar al primer coche que pudo encontrar. Estaba ansioso por desembarazarse del ujier, cuyo botón de oro le hacía daño a la vista. El servidor de la justicia aún quiso trepar al pescante, pero K lo despidió inmediatamente. Ya hacía mucho que habían sonado las doce cuando el coche se detuvo ante el Banco. K habría dejado de buena gana los cuadros allí, pero le asaltó el temor de que una ocasión futura le obligara a mostrar al pintor que los tenía. Así pues, los hizo subir a su despacho, y los encerró en el cajón más bajo de la mesa, para ocultarlos al director adjunto”.
Capítulo VIII
Preocupado por la lentitud de su proceso, José K decide prescindir de los servicios del abogado Huld. En el despacho de éste se encuentra con el comerciante Block, procesado desde hace ya cinco años, quien le confía que tiene, además de Huld, otros cuatro abogados trabajando en su problema. Block solía instalarse de vez en cuando en casa del abogado, ocupando el cuarto de la criada, en la que Leni lo encerraba mientras aguardaba que lo recibiera su defensor. Tenía también relaciones con Leni, pues ésta amaba a todos los acusados. Block estaba totalmente esclavizado; el abogado Huld lo trataba con desprecio: siempre: “Block trabaja con mucho celo en su proceso (...) tiene maneras muy villanas, además es sucio; pero desde el punto de vista procesal, es verdaderamente impecable”.
Capítulo IX
En el penúltimo capítulo, José K debe acompañar a un cliente del Banco durante su estancia en la ciudad. Le propone una visita a la catedral y quedan en encontrarse allí. Mientras espera la llegada del cliente, K decide entrar a la iglesia y sentarse. Percibe entonces la presencia de un sacerdote que se dirige hacia el púlpito y, desde allí, le hace señas para que se acerque. El sacerdote le comunica que conoce su proceso, dado que es el capellán de la prisión. Comienzan a dialogar y el abate le hace entender que su proceso terminará mal, pues se le considera culpable. Le recrimina por buscar demasiado la ayuda de otros, y sobre todo la de las mujeres. El sacerdote pasa a contarle luego la historia de un centinela que vigila la entrada de la ley, y se entabla un diálogo entre ellos sobre la justicia y la ley, que no llega a ninguna conclusión. En el momento de irse, José K parece esperar otra cosa de su interlocutor. Solo, no puede orientarse en la oscuridad del templo, pero el capellán parece pertenecer también a la justicia, que no se interesa por el hombre como tal.
Capítulo X
Se describe en él la llegada de dos enviados de la justicia, cuya visita hace presagiar el fin inminente del proceso. Sumisamente, K se deja conducir por los dos insólitos funcionarios hasta una cantera en las afueras de la ciudad, y una vez allí, totalmente vencido, no ofrece ninguna resistencia:
“Tras haber intercambiado algunas frases corteses para resolver la cuestión de las precedencias —los señores parecían haber recibido en común su misión—, uno de ellos se aproximó a K y le quitó la chaqueta, el chaleco y la camisa. K se estremeció involuntariamente; el caballero le dio un golpecito de ánimo en la espalda y después dobló cuidadosamente las ropas, como se hace con cosas que se necesitarán más adelante, en un momento que no se puede prever. Para no exponer a K inmóvil al frío del aire nocturno, le tomo del brazo y le hizo dar los cien pasos, mientras el otro caballero buscaba en la cantera algún lugar conveniente. Cuando lo encontró, el hombre hizo señas a su compañero de que llevara hasta allí a K. Estaba muy cerca de la pared. Por allí había aún una piedra desprendida. Los caballeros sentaron a K en el suelo, lo inclinaron sobre la piedra y le recostaron en ella la cabeza. A pesar de todo el trabajo que se tomaban y de toda la complacencia que por su parte aportaba K, la postura resultaba muy forzada e inverosímil, así que uno de los caballeros rogó al otro que le confiara por un momento el cuidado de colocar él solo a K. Sin embargo, las cosas no fueron mejor. Acabaron por dejarle en una posición que ni siquiera era la más lograda de las anteriores. Seguidamente, uno de los señores abrió su levita y de una vaina que llevaba sujeta alrededor del chaleco por un cinturón, sacó un largo y delgado cuchillo de carnicero, con dos cortes; lo sostuvo en el aire y comprobó los dos filos a la luz. Entonces tuvieron lugar de nuevo los mismos cumplidos de poco antes. Uno de los dos, alargando la mano por encima de K, tendió el cuchillo al otro; éste se lo devolvió por el mismo procedimiento. Ahora K sabía muy bien que era su deber tomar él mismo el instrumento, mientras pasaba de mano en mano sobre él, y hundírselo en el cuerpo; pero no lo hizo. Al contrario, giró el cuello, aún libre, y miró alrededor. No podía representar su papel hasta el final; no podía exonerar a las autoridades de todo el trabajo. La responsabilidad de esta nueva culpa recaía sobre el mismo que le había negado el resto de fuerzas que habría necesitado para esto. Sus miradas cayeron sobre el último piso de la casa que había al borde de la cantera. Como una luz que brota de repente, se abrieron los dos batientes de una ventana allá arriba. Un hombre —tan delgado y tan débil a esa distancia y a esa altura— se inclinó bruscamente fuera, lanzando los brazos hacia adelante. ¿Quién era? ¿Un amigo? ¿Un alma buena? ¿Alguien que se hacía partícipe de su desgracia? ¿Alguno que quería ayudarle? ¿Era uno sólo? ¿Estaban allí todos? ¿Tenía todavía un recurso? ¿Existían objeciones no promovidas aún? Ciertamente la lógica, por inquebrantable que sea, no resiste a un hombre que quiere vivir. ¿Dónde estaba el juez a quien no había visto jamás? ¿Dónde estaba el alto tribunal al que nunca había llegado? K alzó las manos y abrió mucho los dedos. Pero uno de los caballeros acababa de sujetarlo por el cuello. El otro, le hundió el cuchillo en el corazón y lo repitió hasta dos veces. Con los ojos moribundos, K vio aún a los dos señores que, inclinados muy cerca de su rostro, observaban el desenlace, mejilla contra mejilla.
—¡Como un perro!, dijo él. Y era como si el oprobio hubiera de sobrevivirle.”
K no necesitaba este estímulo para pasar sin ningún escrúpulo.
Ya había incluso puesto el pie en pleno centro de la colcha, cuando, mirando a través de la puerta abierta, retrocedió con sobresalto:
—¿Qué es lo que hay ahí?, preguntó al pintor.
—¿De qué se extraña?, interrogó a su vez el otro, también sorprendido. Son las oficinas de la justicia. ¿No sabía usted que aquí también había? Las hay en casi todos los graneros, ¿por qué no iba a haberlas aquí? Mi propio taller forma parte de sus locales, pero la justicia lo ha puesto a mi disposición.
K estaba menos asustado de haber encontrado en ese lugar los archivos de la justicia que de constatar su ignorancia en todo lo referente al tribunal. Le parecía que la regla de oro para un acusado debía ser la de estar siempre dispuesto a todo, no dejarse jamás sorprender; no mirar nunca a la derecha cuando su juez se encontraba a la izquierda, y era precisamente contra esta regla fundamental contra la que él volvía una y otra vez a pecar. Se extendía ante él un largo corredor, del que venía un aire comparado con el cual el del taller parecía refrescante. A uno y otro lado se alineaban unos bancos, como en la sala de espera del secretariado del que dependía el asunto de K. La instalación de estas oficinas parecía estar reglamentada desde todos los puntos de vista por minuciosas prescripciones. Por el momento, no había una gran afluencia. Un hombre se mantenía sentado, o mejor, medio acostado sobre uno de los bancos. Con el rostro oculto entre las manos y apoyado contra la madera, tenía todo el aspecto de estar durmiendo. Otro estaba más adelante, en la penumbra del extremo opuesto del corredor. K se decidió de nuevo a saltar sobre la cama. El pintor le siguió, con los lienzos bajo ambos brazos. No tardaron en encontrar un ujier —K sabía ya reconocerlos por el botón de oro que lucían en su traje civil— y Tintorelli encargó a este hombre transportar los cuadros. K titubeó antes de avanzar. Sostenía el pañuelo apretado contra la boca. Se encontraban ya cerca de la salida cuando las pilluelas se precipitaron ante ellos. ¡Ni siquiera la travesía por el granero había ahorrado este encuentro a K! Las niñas debían haber visto que se abría la otra puerta del taller y habían dado un rodeo para llegar por este lado.
—No puedo acompañarle más, gritó el pintor, riendo ante el asalto de las chiquillas. Hasta la vista. No pierda demasiado tiempo reflexionando.
K no le dirigió una sola mirada. Una vez en la calle, hizo parar al primer coche que pudo encontrar. Estaba ansioso por desembarazarse del ujier, cuyo botón de oro le hacía daño a la vista. El servidor de la justicia aún quiso trepar al pescante, pero K lo despidió inmediatamente. Ya hacía mucho que habían sonado las doce cuando el coche se detuvo ante el Banco. K habría dejado de buena gana los cuadros allí, pero le asaltó el temor de que una ocasión futura le obligara a mostrar al pintor que los tenía. Así pues, los hizo subir a su despacho, y los encerró en el cajón más bajo de la mesa, para ocultarlos al director adjunto”.
Capítulo VIII
Preocupado por la lentitud de su proceso, José K decide prescindir de los servicios del abogado Huld. En el despacho de éste se encuentra con el comerciante Block, procesado desde hace ya cinco años, quien le confía que tiene, además de Huld, otros cuatro abogados trabajando en su problema. Block solía instalarse de vez en cuando en casa del abogado, ocupando el cuarto de la criada, en la que Leni lo encerraba mientras aguardaba que lo recibiera su defensor. Tenía también relaciones con Leni, pues ésta amaba a todos los acusados. Block estaba totalmente esclavizado; el abogado Huld lo trataba con desprecio: siempre: “Block trabaja con mucho celo en su proceso (...) tiene maneras muy villanas, además es sucio; pero desde el punto de vista procesal, es verdaderamente impecable”.
Capítulo IX
En el penúltimo capítulo, José K debe acompañar a un cliente del Banco durante su estancia en la ciudad. Le propone una visita a la catedral y quedan en encontrarse allí. Mientras espera la llegada del cliente, K decide entrar a la iglesia y sentarse. Percibe entonces la presencia de un sacerdote que se dirige hacia el púlpito y, desde allí, le hace señas para que se acerque. El sacerdote le comunica que conoce su proceso, dado que es el capellán de la prisión. Comienzan a dialogar y el abate le hace entender que su proceso terminará mal, pues se le considera culpable. Le recrimina por buscar demasiado la ayuda de otros, y sobre todo la de las mujeres. El sacerdote pasa a contarle luego la historia de un centinela que vigila la entrada de la ley, y se entabla un diálogo entre ellos sobre la justicia y la ley, que no llega a ninguna conclusión. En el momento de irse, José K parece esperar otra cosa de su interlocutor. Solo, no puede orientarse en la oscuridad del templo, pero el capellán parece pertenecer también a la justicia, que no se interesa por el hombre como tal.
Capítulo X
Se describe en él la llegada de dos enviados de la justicia, cuya visita hace presagiar el fin inminente del proceso. Sumisamente, K se deja conducir por los dos insólitos funcionarios hasta una cantera en las afueras de la ciudad, y una vez allí, totalmente vencido, no ofrece ninguna resistencia:
“Tras haber intercambiado algunas frases corteses para resolver la cuestión de las precedencias —los señores parecían haber recibido en común su misión—, uno de ellos se aproximó a K y le quitó la chaqueta, el chaleco y la camisa. K se estremeció involuntariamente; el caballero le dio un golpecito de ánimo en la espalda y después dobló cuidadosamente las ropas, como se hace con cosas que se necesitarán más adelante, en un momento que no se puede prever. Para no exponer a K inmóvil al frío del aire nocturno, le tomo del brazo y le hizo dar los cien pasos, mientras el otro caballero buscaba en la cantera algún lugar conveniente. Cuando lo encontró, el hombre hizo señas a su compañero de que llevara hasta allí a K. Estaba muy cerca de la pared. Por allí había aún una piedra desprendida. Los caballeros sentaron a K en el suelo, lo inclinaron sobre la piedra y le recostaron en ella la cabeza. A pesar de todo el trabajo que se tomaban y de toda la complacencia que por su parte aportaba K, la postura resultaba muy forzada e inverosímil, así que uno de los caballeros rogó al otro que le confiara por un momento el cuidado de colocar él solo a K. Sin embargo, las cosas no fueron mejor. Acabaron por dejarle en una posición que ni siquiera era la más lograda de las anteriores. Seguidamente, uno de los señores abrió su levita y de una vaina que llevaba sujeta alrededor del chaleco por un cinturón, sacó un largo y delgado cuchillo de carnicero, con dos cortes; lo sostuvo en el aire y comprobó los dos filos a la luz. Entonces tuvieron lugar de nuevo los mismos cumplidos de poco antes. Uno de los dos, alargando la mano por encima de K, tendió el cuchillo al otro; éste se lo devolvió por el mismo procedimiento. Ahora K sabía muy bien que era su deber tomar él mismo el instrumento, mientras pasaba de mano en mano sobre él, y hundírselo en el cuerpo; pero no lo hizo. Al contrario, giró el cuello, aún libre, y miró alrededor. No podía representar su papel hasta el final; no podía exonerar a las autoridades de todo el trabajo. La responsabilidad de esta nueva culpa recaía sobre el mismo que le había negado el resto de fuerzas que habría necesitado para esto. Sus miradas cayeron sobre el último piso de la casa que había al borde de la cantera. Como una luz que brota de repente, se abrieron los dos batientes de una ventana allá arriba. Un hombre —tan delgado y tan débil a esa distancia y a esa altura— se inclinó bruscamente fuera, lanzando los brazos hacia adelante. ¿Quién era? ¿Un amigo? ¿Un alma buena? ¿Alguien que se hacía partícipe de su desgracia? ¿Alguno que quería ayudarle? ¿Era uno sólo? ¿Estaban allí todos? ¿Tenía todavía un recurso? ¿Existían objeciones no promovidas aún? Ciertamente la lógica, por inquebrantable que sea, no resiste a un hombre que quiere vivir. ¿Dónde estaba el juez a quien no había visto jamás? ¿Dónde estaba el alto tribunal al que nunca había llegado? K alzó las manos y abrió mucho los dedos. Pero uno de los caballeros acababa de sujetarlo por el cuello. El otro, le hundió el cuchillo en el corazón y lo repitió hasta dos veces. Con los ojos moribundos, K vio aún a los dos señores que, inclinados muy cerca de su rostro, observaban el desenlace, mejilla contra mejilla.
—¡Como un perro!, dijo él. Y era como si el oprobio hubiera de sobrevivirle.”
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