Leo los titulares de hoy: Dos muertos en un tiroteo en una escuela primaria de San Bernardino, California, 10 de abril de 2017. Ha habido cientos de casos como estos en EEUU, ¿Qué le está pasando a la sociedad norteamericana? ¿Cómo comenzó esta locura?
El 26 de abril de 1988, un adolescente llamado Jeffrey Lyne Cox llegó a su escuela, el San Gabriel Hight School, en California, con un rifle semi-automático. Retuvo a una clase de sesenta estudiantes durante treinta minutos.
El 18 de septiembre de 1989, el joven Dustin L. Pierce llevó a su escuela Jackson County High School en McKee, Kentucky, una escopeta y dos armas de mano, con las que sometió a una clase de álgebra durante nueve horas, en las que se enfrentó a la policía.
El 1 de diciembre de 1997, Michael Corneal llegó a su escuela con una escopeta, un rifle y una pistola calibre 22 y disparó a los jóvenes integrantes de un grupo de oración. Murieron tres tras ser hospitalizados y los otros cinco quedaron heridos. Parecía que iba con ese objetivo, pues al finalizar su matanza se rindió ante el director.
Hay un objeto que une a estos tres muchachos. Una novela titulada Rabia publicada en 1977, escrita por un tal Richard Bachman (en realidad Stephen King bajo otro nombre). Era un libro muy pequeño, una historia muy corta, pero suficientemente poderosa como para suponer que influenció de manera tan radical la mente de tres jóvenes norteamericanos. Es la conclusión a la que llegaron las autoridades: el libro en cuestión fue hallado entre las pertenencias de cada uno. Desde entonces (y hasta el día de hoy mismo) los casos como estos se multiplican sin cesar, con un número creciente de víctimas.
La novela no es de las que parecen emitir mensajes subliminales para convertir en desquiciados a sus lectores, como ocurrió con Mark David Chapman, asesino de John Lennon, quien dijo haber sido influenciado por El guardián en el centeno, de J. D. Salinger. Por el contrario, esta novela, escrita por Stephen King bajo su seudónimo, es absolutamente directa y explícita.
Trata de un adolescente llamado Charles Decker que decide retener en el aula a sus compañeros de clase, armado y dispuesto a disparar si no se ciñen al juego que propone, un juego de confesiones que se va desarrollando lentamente. Somete a los directores de la escuela, somete a sus compañeros, somete a la policía y al resto del pueblo, expectante a las afueras del plantel estudiantil, desde el escritorio de su profesora, empuñando un arma cargada.
No es una novela desalmadamente violenta, como aparenta ser. Su fama de ser propiciadora de tales crímenes estudiantiles la excede. La crudeza reposa, más bien, en un tipo de pensamiento que embarga la mente del protagonista y sus víctimas. Un pensamiento aparentemente retorcido —pero muy racional a la vez— inducido por los elementos culturales que determinan la conducta de una comunidad. Con Charles Decker nos damos cuenta de que la violencia se ha manifestado en diferentes formas desde su infancia. La exigencia de su padre por hacerlo un hombre fuerte, reclamándole una rudeza ajena a su edad, es la que desencadena una relación conflictiva que no cesa.
Stephen King, en los años noventa, prohibió la reedición del libro. Se sintió culpable de haber provocado, involuntariamente, tres crímenes de esta magnitud, e incluso avergonzado de haberla escrito. Sin embargo, el libro se siguió editando clandestinamente y las situaciones similares a la que plantea se siguieron repitiendo, multiplicando y agravando.
No es de las mejores novelas de King. Es un libro en el que no hay casi acción del tipo espectacular, lleno de fuegos artificiales, de esos que buscan algunos lectores, pero sí es cierto que desborda tensión y suspenso en cada línea. Su sencillez revela la habilidad narrativa superior de un escritor que la tiene desde hace muchos años. Fue la primera novela de Stephen King, y una de las dos novelas previas a Carrie.
El adolescente Charles Decker narra la historia en primera persona y nos cuenta a nosotros —así como a sus rehenes— episodios de su vida en los que podemos adivinar en dónde está el origen de su violenta e inesperada conducta. Por otro lado, las condiciones de este juego que propone Decker hacen que sus compañeros comiencen a destaparse ante él, un confesor a mano armada. Sorprendentemente, la reacción de estos jóvenes ante el inesperado secuestro no es alarmante como lo esperamos, sino que parecen aceptar el juego muy bien, como si se divirtieran con él. Se trata de un libro corto, cuyas páginas pasan volando, y la acción se concentra en una sola sala, siempre todo el mundo tenso ante la posibilidad de que algo pueda salir de quicio.
Charlie Decker, el secuestrador, está, sin dudas, fuera de sus casillas, está totalmente loco. Pero no es la locura esa de “voy a hacer tonterías”, “veo dragones”, o “pienso que estoy en otra época”. Es la locura que te hace más inteligente, capaz de todo lo inimaginable, calculador, abominable. Mientras que surgen los acontecimientos, el nivel de civilización y moralidad de Charlie descienden cada vez más rápido. Gracias a esta mezcla de inteligencia, frialdad y locura, Rabia consigue atrapar al lector dentro de la mente del adolescente, e incluso disfrutaremos con sus diálogos y negociaciones con el mundo exterior, que intenta que todo salga bien. Podríamos decir que Charlie Decker es una versión más del adolescente conflictivo por excelencia de la literatura: Holden Caufield (El guardián entre el centeno, J.D Salinger), sólo que con una pizca más de locura.
La cuadrilla, porque podríamos denominar perfectamente así a los rehenes, de Charlie son adolescentes como él. Lo conocen, han estado a su lado durante toda su vida, y se toman este secuestro como un asunto interesante del que hablar posteriormente. En la clase de Charlie hay personalidades de lo más dispares, para bien o para mal, que juntos forman el cóctel perfecto. Está la estudiosa, la cotilla, el negado, el conforme, la promiscua….Todo tipo de personas. Charlie ha secuestrado a la más variopinta clase de todo el instituto. Aunque parece que Charlie controla muy bien esa situación, presenciamos en las páginas finales lo que King nos lleva advirtiendo toda la novela: la locura es un mal que se propaga. Calificaría ese final de impresionante, con letras mayúsculas.
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