Rodolfo Walsh era un solvente escritor de novelas policiales
cuando en diciembre de 1956 alguien le soltó una frase que cambiaría su carrera: «Hay un fusilado que vive». La escuchó en el café donde solía jugar al ajedrez.
El comentario no era del todo correcto. Del primer fusilado se pasó a un
segundo, luego a un tercero… Y resultó que había siete fusilados que vivían.
Walsh, de cuna conservadora y católica, se sumergió entonces en una minuciosa
investigación sobre los fusilamientos perpetrados durante la sublevación del
general Valle en junio de 1956. El resultado fue Operación Masacre, obra de
culto del periodismo de denuncia. Veinte años después de su publicación, Walsh
se convertiría en objetivo prioritario del régimen cívico-militar que tomó el
poder en 1976. Oficial primero de la organización armada Montoneros bajo los
alias de Esteban y Neurus, el escritor estaba decidido a llevar hasta sus
últimas consecuencias su compromiso con la lucha revolucionaria. Cuando cayó en
una emboscada de un «grupo de tareas» de la dictadura, en marzo de 1977,
llevaba un maletín donde horas antes había guardado para su distribución varias
copias de su testamento literario, la Carta abierta de un escritor a la Junta
Militar. Llevaba también, ajustado a la ingle, un revólver que usaría antes de
ser acribillado en una esquina de Buenos Aires.
Walsh fue uno de los precursores de una nueva manera de
contar la realidad. Operación Masacre se publicó por entregas entre enero y
junio de 1957, primero en el periódico Revolución Nacional y luego en la
revista Mayoría. Es decir, casi una década antes de que irrumpiera en Estados
Unidos la saga de periodistas y escritores del denominado new journalism.
La autodenominada Revolución Libertadora que derrocó a Juan
Domingo Perón en septiembre de 1955 no solo forzó el exilio del general;
proscribió el peronismo y llenó las cárceles de presos políticos. Meses
después, algunos oficiales descontentos con el nuevo régimen se confabularon
para tomar el poder. La fecha elegida para la sublevación del general Juan José
Valle (al mando de los conspiradores) fue el 9 de junio de 1956. Esa misma
noche, Walsh, que todavía no ha cumplido los treinta años, juega plácidamente
al ajedrez en un café de La Plata cuando los tiros alteran a la parroquia del
local. Su ciudad ha sido uno de los focos de la sublevación. Y de camino a su
casa se topa con muertos y balaceras. Pero esos incidentes que observa en
primera persona no serán los que le muevan a escribir la historia de la
Operación Masacre, aunque su recuerdo se activará enseguida cuando escuche esa
voz seis meses después en el mismo café: Hay un fusilado que vive.
Juan Carlos Livraga se llama el fusilado que vive. Tiene la
mejilla y la garganta perforadas. Cuando Walsh lo localiza, todavía no sabe que
son en realidad siete los «resucitados». Son los supervivientes de los
fusilamientos que el régimen del general Aramburu perpetró en la localidad
bonaerense de José León Suárez. Son los muertos vivientes de una operación que
se llevó por delante las vidas de cinco civiles, totalmente ajenos a la sublevación
de Valle aquel fatídico 9 de junio de 1956. Con la ayuda de la joven reportera
Enriqueta Muñiz, Walsh va recabando documentación en los juzgados y las
comisarías de la provincia de Buenos Aires. Y reconstruye con la paciencia de
un entomólogo toda la trama de la Operación Masacre. Primero nos presenta a las
víctimas de esa trama, trabajadores del barrio de Florida, en el partido
bonaerense de Vicente López. Y acto seguido nos relata los hechos del 9 de
junio con una prosa vertiginosa, ágil, lapidaria: la sorprendente detención, la
angustia de los trabajadores, el traslado al basurero de José León Suárez, la
displicencia de los policías, el grotesco y chapucero fusilamiento, y cómo
siete de los doce detenidos logran escapar amparados por la noche o haciéndose
pasar por muertos (a Livraga le darán varios tiros a bocajarro y ninguno lo
matará).
Nadie hasta entonces había reparado en esas víctimas que
dejó la represión. Orquestado por varios militares opuestos al régimen de Pedro
Eugenio Aramburu, la sublevación no había contado con el apoyo de Perón (por
entonces exiliado en Panamá). Oficialmente, la rebelión, sofocada en cuestión
de horas, dejó una treintena de muertos entre militares y civiles. Cuando Walsh
apenas comenzaba a tirar del hilo, pensó que debía apurarse para publicar la
historia antes de que los grandes medios enviaran una legión de reporteros. No
ocurrió nada de eso, como anotaría más tarde en la introducción a la segunda
edición del libro:
Es que uno llega a creer en las novelas policiales que ha
leído o escrito, y piensa que una historia así, con un muerto que habla, se la
van a pelear en las redacciones, piensa que está corriendo una carrera contra
el tiempo, que en cualquier momento un diario grande va a mandar una docena de
reporteros y fotógrafos como en las películas. Es cosa de reírse, a siete años
de distancia, porque se pueden revisar las colecciones de diarios, y esta
historia no existió ni existe. Nadie quería asomarse en 1957 al agujero negro
de la represión.
Descendiente de irlandeses, Rodolfo Jorge Walsh nació en
Lamarque, en la provincia de Río Negro, el 9 de enero de 1927. Tras recibir una
educación religiosa, a los catorce años se instala en Buenos Aires y trabaja
desde muy joven en lo que le sale al paso, desde limpiar cristales hasta vender
antigüedades. Un trabajo como corrector y traductor en la editorial Hachette lo
conecta con el periodismo y comienza a colaborar en las revistas Leoplán,
Panorama y Vea y Lea. Con apenas veintiséis años publica su primer libro de
cuentos, Variaciones en rojo (1953), y a renglón seguido Diez cuentos
policiales argentinos y Antología del cuento extraño. En esa época, mediados de
los años cincuenta, Walsh vivía casi alejado de la política activa. Había coqueteado
de adolescente con el antiperonismo y la derecha nacionalista e incluso había
defendido el golpe de 1955 contra Perón. Walsh profesa palabras de afecto y admiración en un artículo
hacia uno de los aviadores que participaron en el derrocamiento de Perón. Walsh
nunca trató de ocultar ese pasado.
La ebullición política y social que vive Argentina en los
años sesenta explicará en parte ese viraje ideológico del escritor y su
posterior adhesión a Montoneros, con cuya cúpula llegaría a disentir sobre la
estrategia a seguir cuando la derrota de la «juventud maravillosa» era ya un
hecho y los muertos y desaparecidos en sus filas se contaban por miles.
Otra influencia decisiva en el pensamiento de Walsh fue su
viaje a la Cuba revolucionaria de 1959. Su amigo Jorge Ricardo Masetti, con
quien había coincidido durante su militancia en Alianza Libertadora
Nacionalista, fue el cerebro de un proyecto con el que Fidel Castro y el Che
Guevara querían contrarrestar los ataques mediáticos de Estados Unidos en plena
guerra fría. A Masetti lo había llamado el propio Che Guevara pocos días
después de que los barbudos entraran en La Habana en enero de 1959. La
Operación Verdad acababa de nacer. Y Masetti era el enlace de los comandantes
cubanos con la prensa latinoamericana. Con ese impulso se fundaría Prensa Latina,
que en pocos meses de vida ya contaba con corresponsalías en más de veinte
países y emitía más de cuatrocientos cables diarios.
Entre los colaboradores de lujo de la agencia figuraban
Gabriel García Márquez, Juan Carlos Onetti y Jean Paul Sartre. Cuando Masetti
le propuso que le acompañara en esa aventura, Walsh no lo dudó. Si había un
país en el que se estaba decidiendo el futuro de América Latina era Cuba. Casi
dos años permaneció Walsh en la isla. La confianza de Masetti en él era tal que
enseguida lo nombró responsable del Departamento de Servicios Especiales de la
agencia para elaborar los reportajes de mayor profundidad. Su mejor servicio a
la Revolución se produjo casi de casualidad, cuando un buen día se coló por
error un mensaje encriptado entre la maraña de teletipos que llegaban a la
redacción de Prensa Latina. Con unos conocimientos mínimos en criptografía,
Walsh descifró que el cable había sido enviado a Washington por el jefe de la
CIA en Guatemala e informaba sobre los planes para invadir Cuba y el lugar
exacto del país centroamericano donde eran entrenados los exiliados cubanos que
participarían en la acción (más tarde concretada en la frustrada invasión de
Playa Girón en abril de 1961). García Márquez relataría más tarde en un artículo
aquella prodigiosa revelación de Walsh. El periodista argentino abandonaría
Cuba definitivamente antes de la invasión de Playa Girón. Su entrega total a un
proceso revolucionario tardaría unos años y se materializaría en su propio
país.
La fundación de Montoneros en los años setenta coincide con
la maduración política de Walsh, que acepta a regañadientes el paso a la
clandestinidad de la organización en septiembre de 1974 tras sus fuertes
choques con el peronismo más recalcitrante. Para entonces, Walsh defiende ya
una suerte de literatura armada en la que el escritor y el militante sean un
todo. Pronto asume tareas de inteligencia para la guerrilla y defiende la lucha
armada como método para la toma del poder.
El golpe de Estado de marzo de 1976 le obliga a redoblar las
precauciones en la clandestinidad. La mayoría de los jefes montoneros abandonan
el país pero Walsh rechaza la propuesta de viajar a Roma. Cuando se estrecha el
cerco para cazarlo, se refugia junto a su compañera, Lilia Ferreyra, en una
casa de San Vicente, en la provincia de Buenos Aires. La capital ya ha dejado
de ser segura. El autor de Los oficios terrestres será testigo de los horrores
de un régimen empeñado en la eliminación física del enemigo. Victoria, la hija
mayor de Walsh, será una de las primeras víctimas.
Las horas finales de Walsh están marcadas por un cúmulo de
infortunios y un cierto abandono de las estrictas medidas de seguridad que
hasta entonces había cumplido a rajatabla: la avería del coche en el que
deberían haber ido a Buenos Aires él y Lilia, el encuentro fortuito en la
estación de tren de San Vicente con el hombre que les gestionó la venta de la
casa de campo y que les entregó allí mismo una copia del contrato que Walsh guardó
en su maletín, la cita-trampa con el compañero que lo había contactado bajo
presión ya en manos de los militares. Walsh pasó a engrosar la lista de los
treinta mil desaparecidos de la dictadura argentina.
Al contrario que Juan Carlos Livraga y el resto de
«fusilados vivientes» de la Operación Masacre, Walsh no sobrevivió a la
emboscada del grupo de tareas de la ESMA en el barrio porteño de San Cristóbal.
Consciente de que su suerte estaba echada, el escritor se defendió con su
revólver y logró herir a uno de sus atacantes antes de recibir una descarga de
balazos.
Fuente: César G. Calero
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