domingo, 14 de mayo de 2017
Los Poseidos de Fiodor Dostoiesky
En una ciudad del interior de Rusia, un grupo de epíritus liberales sueñan con cambiar la sociedad. La vieja carcaza rusa se desmorona. Un pequeño grupo de jóvenes va aún más lejos. Afirman ser revolucionarios y, por la fuerza, pretenden un cambio despiadado. Abiertamente toman por asalto la ciudad, organizan reuniones, agitan a los obreros. El film cuenta la acción de esos demonios, sus ilusiones, su locuras y sus saqueos. Los «quinqueviros» de Verjovenskji, según Stepan Trofimovich, son los demonios que se han introducido en el cuerpo de Rusia y «la tienen endemoniada». Unos demonios que provocan tal avidez de tragedia que conduce al abismo. La soberbia suicida del hombre está implícita en esta obra terrible en que se presentan situaciones concretas antes que ideas de carácter general. Para Dostoievski, la violencia es una manera extrema y terrible de afirmar la libertad: Kiriloff se suicida para confirmar su ateísmo: si Dios existe, él no es nadie, pero si no existe, él lo es todo, de manera que el suicidio es la única afirmación posible de su ilimitado poder. Los revolucionarios o «demonios» de «Los poseídos», afirman su libertad por medio de la destrucción de todo tipo de orden. La libertad siempre es destructiva. La reforma y la Ilustración, que tantas cosas importantes aportaron al ser humano, también desencadenaron fuerzas terribles, que, a partir de entonces, fue imposible controlar o reducir. La espléndida y armoniosa sabiduría clásica situó la Edad de Oro en el pasado: pero cuando en la época moderna pasa al futuro, buena parte de las desgracias que afligen a la humanidad proceden de la vana esperanza en ese futuro imposible. El «programa máximo» de los demonios es la destrucción del orden social, de la moral y del espíritu. Dostoievski empieza a publicar «Demonios» en 1870. Entonces fue considerada como una sátira de costumbres extravagantes, y como tal, no despertó temor ni inquietud. Habría de producirse la revolución de 1917 para que confirmara su dimensión profética. Todo lo que luego habría de ser moneda corriente en las sociedades avanzadas de Occidente se encuentra descrito en estas páginas: el snobismo y dandysmo de los nihilistas, la irresponsabilidad de quienes alientan lo que habrá de destruir su mundo y a ellos, con sus personajes característicos, reconocibles e inevitables: el señorito ocioso de buena familia (Stavrogin se define, muy atinadamente, como: «soy un haragán y estoy hastiado»), el resentido con ansia de medrar (Piotr Stefanovich Verkovenski), las damas cursis beatas de la cultura, el escritor afrancesado (implacable retrato de Turgueniev), los pobres diablos como Liamchim, que estaba convencido de que Stavrogin era un gran tipo y tenía muchas influencias. El nihilista es el «dandy» de la revolución que aspira a destruirlo todo para que de las cenizas del mundo viejo surja el orden nuevo; como dice Liamchim: «Para derrumbar los cimientos del Estado, para fomentar la descomposición de la sociedad, para desanimar a todo el mundo e introducir el desorden en los espíritus. Inmediatamente se apoderarían de esta sociedad caótica, enferma, desamparada, cínica y escéptica, con la aspiración de someterla a una idea directora». Los revolucionarios son descreídos, afrancesados y desprecian a su país, porque «cuando no se está enraizado en la tierra, se pierde inmediatamente a Dios». Años más tarde, Ivan Karamazov afirmará tres veces que «si Dios no existe, todo está permitido». La muerte de Dios es la puerta abierta para la libertad absoluta que conduce a la esclavitud más atroz.
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