domingo, 28 de mayo de 2017

El sabor de la cereza de Abbas Kiarostami


Un hombre viaja en su auto por las afueras de la ciudad. Está ansioso, nervioso, casi irritable. Por todas partes ofrece un trabajo, pero todos le rehúyen, aun antes de escuchar en qué consiste su oferta. Un soldadito sube, apurado por volver al cuartel. Con ese muchacho, el hombre es más preciso (a esa altura, sin que haya pasado nada, sólo por el rostro del hombre, por la aridez del paisaje, y por el ruido del motor, y de las ruedas sobre el pedregullo, también nosotros estamos nerviosos).

Lo que este hombre quiere, es que le echen tierra cuando lo vean muerto. Como se sabe, los musulmanes deben ser enterrados cuanto antes. Pero es que este hombre se piensa matar, y eso, también se sabe, es un pecado, y un delito contra sí mismo. ¿Quién querría hacerse cómplice? ¿Cómo podría permitirle el suicidio, y con qué autoridad, o con qué argumentos, se lo podría impedir? Él le pide ayuda al soldadito, que huye espantado. Luego a un seminarista, que no logra disuadirlo con razones teológicas. Y por fin a un viejo, que acepta el encargo sin mayores vueltas. De paso, se hace llevar hasta la puerta del Museo de Historia Natural, donde trabaja como taxidermista. Él también, alguna vez, pensó en matarse. Y, mientras viajan, le cuenta su experiencia…

Esa es la escena clave, y una de las más risueñas y hermosas que hayamos visto en los últimos tiempos. Sin embargo, la película no termina ahí. Al director le cabían otras preguntas. ¿Cómo contar su historia, sin que pareciera moralina fácil? ¿Y cómo respetar además las razones y la decisión del otro, y presentar una realidad, sin ofender a la censura iraní? La obra tiene un final abierto, una vuelta de tuerca registrada en video, como diciendo recuerden que es sólo una película. De todos modos, la censura puso sus lógicos reparos, que solamente levantó, aunque no del todo, ante la repercusión mundial en Cannes. Sencillez, humanidad, originalidad, intensidad, fueron los términos que la prensa de todas partes utilizó en sus elogios. El propio Akira Kurosawa lo respaldó, publicando palabras muy sentidas: Cuando Satyajit Ray murió, yo estaba muy deprimido. Pero luego de ver los films de Kiarostami, agradezco a Dios por habernos dado a la persona justa para ocupar su lugar.

Satyajit Ray, se recuerda, es el hindú que en los 50 hizo Aparajito, Pater Panchali, y El mundo de Apu, tres historias neorrealistas de gran ternura, de mucha y profunda sencillez, con gran respeto a los personajes y a sus situaciones, y de una emoción siempre contenida. Hizo muchas otras películas, a veces más convencionales, pero siempre atentas a los sentimientos, y al pudor con que deben mostrarse los sentimientos. Tanto él como Kiarostami son comparados con Vittorio De Sica, el de Ladrones de bicicletas y Umberto D, en esas virtudes y en el empleo de actores no-profesionales, sean simples vocacionales o gente de la calle. El protagonista de El sabor de la cereza, por ejemplo, es arquitecto, y el viejo es un empleado de museo. Yo no los dirijo, los observo. Ellos mismos tienen que encontrar su personaje y apropiarse de los diálogos, dice el realizador.

Kiarostami también es comparado con Eric Rohmer, por sus historias morales, y hasta con Jacques Tati, el humorista de Mi tío. Esto último sólo se le puede ocurrir a los franceses, pero tiene su explicación. Como Tati, Kiarostami sabe usar los planos generales, no para mostrar simplemente el paisaje, sino para revelar momentos claves desde lejos, sin entrometernos en la vida de la gente, manteniéndonos a una necesaria, discreta y afectuosa distancia. Recuérdese, por ejemplo, el sorprendente final de Bajo los olivos, donde está todo dicho, y hasta participamos de la alegría del protagonista, sin necesidad de asomarnos al momento en que la chica de sus sueños le da el sí (o acaso fue un puede ser, nunca lo sabremos…).

Pero en otras cosas Kiarostami difícilmente resulte comparable. Por ejemplo, en su llamativo e impactante manejo de la voz fuera de campo, o voz en off. El corto incluido en Lumière y compañía es, simplemente, la vista cenital, en plano fijo, de una sartén. Alguien echa aceite, y fríe dos huevos. Suena el teléfono. Por el contestador se oye la voz de una mujer angustiada, acaso un viejo amor, quizá un romance que se ha roto unilateralmente, quién sabe. “¿Estás ahí? Necesito hablarte. Por favor, estaré esperando tu contestación toda la tarde, etc. Mientras, sólo se ven los dos huevos friéndose. Fin de la llamada. Se retira la sartén del fuego, se apaga la hornalla. En menos de un minuto, con los mínimos elementos, definió dos personajes, un conflicto, y nos contó una historia, a la que además podemos enriquecer con nuestra propia imaginación. ¿Quién estaría cocinando? ¿La persona que debía recibir el llamado, o quizá alguien que ya está reemplazando a la que llama? ¿O tal vez las cosas sean de otro modo?

Kiarostami llama la atención acerca de quién habla, y a quién. Y es notable también en sus viajes. Todas sus películas se desarrollan en tránsito, siempre alguien va conduciendo un vehículo, hacia algún lado, y levanta pasajeros que son gente común, de las afueras, pero no tan común a poco que se habla con ellas, y se descubre su mundo interior. No son simples road-movies con figuras pintorescas. Los pasajeros de El sabor de la cereza, el mismo Kiarostami lo confirma, son diferentes facetas del mismo protagonista. El primer personaje simboliza su juventud. El segundo, su apego a la religión y la influencia que ésta aún ejerce sobre él (y es inteligente que haya puesto un seminarista todavía indeciso e inexperto, que alienta más preguntas, en vez de dar confortables respuestas). La última persona es aquella que está más ligada a la vida. El hombre debe tomar conciencia de los pequeños placeres de lo cotidiano y la importancia que tienen en nuestras vidas, ellas hacen que estemos vivos. Y agrega, sobre el trayecto metafórico del personaje: Un movimiento tiene un significado si va de un punto a otro. Girar en redondo, volver al punto de partida, ésa es la muerte.
Fuente: Revista Criterio

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