miércoles, 30 de noviembre de 2016

La broma infinita de David Forster Wallace


Apareció el 1º de febrero de 1996. Tiene más de mil páginas. Está ambientada en un futuro en el que las grandes corporaciones patrocinan y dan nombre a los años. La narración está repleta de pies de página (388, para ser exactos), las cuales son un pequeño libro en sí mismo.
En esa sociedad futurista el calendario está regido por marcas comerciales, los cambios políticos han llevado a instaurar un totalitarismo ecológico y los grupos terroristas campan a sus anchas. Contiene diálogos divertidos e ingeniosos y consideraciones filosóficas diversas sobre la vida y el arte.
Su acción transcurre en un centro de rehabilitación para adictos a las drogas y en una academia de tenis de élite: la Academia de tenis Enfield, fundada por la familia Incandenza, y el centro de rehabilitación de drogas Ennet House.
La trama gira alrededor de un tenista adolescente, brillante tanto en sus estudios como en la práctica deportiva, perfil que encaja sin problemas en la figura del propio Wallace. Cuenta la caída de un grupo de personajes masculinos (los hermanos Incandenza, algo jodidos ya de por sí por un padre que estaba como una cabra, aunque no se sabe muy bien por qué demonios estaba tan mal de la olla y Don Gately (el tenista) en diversas adicciones y su progresivo hundimiento en unos Estados Unidos que excepto por unos pocos detalles accesorios se pueden identificar totalmente con los actuales.
A esto se suman dos agentes secretos canadienses, que -ubicados en el desierto de Arizona- buscan una película que se distribuye clandestinamente en videocasete. Esa película se llama, justamente, La broma infinita, y es literalmente mortal. Nadie la ha visto porque cualquiera que la ve se queda tan hipnotizado que no puede hacer nada salvo mirarla y termina por morir delante del televisor.
Por medio de un lenguaje en estado permanente de incandescencia, la novela lleva a cabo una sátira despiadada de nuestro tiempo, a la vez que un conmovedor escrutinio de la soledad del individuo en medio de una realidad que es mediatizada por los emporios televisivos y la tecnología.
Es absurda y a la vez realista. Trata enormes temas —como el agotamiento de la imaginación en una cultura bombardeada por incesantes entretenimientos vacuos, o las gigantescas dificultades de salir de la adicción — pero al mismo tiempo, es una novela cómica. La broma infinita es una apoteósica exhibición de la capacidad para conectar significados, palabras e informaciones.

David Foster Wallace: la biografía

David Foster Wallace nació 21 de febrero de 1962, en Ithaca, Nueva York. Hijo de James Donald Wallace y Sally Foster Wallace, profesores universitarios de filosofía y literatura respectivamente. El padre, doctor en Moral y Ética, fue alumno de Wittgenstein. La madre, procedía de una saga de granjeros, había aprendido a leer con la Biblia y se había licenciado en Inglés. David y su hermana Amy, dos años menor, consideraban a los padres la pareja ideal y al hogar una maquinaria perfecta donde todo era felicidad.
Cuando David tenía sólo seis meses, la familia se trasladó a la localidad de Champaign, Illinois, donde el futuro escritor pasaría su infancia y juventud temprana. En su adolescencia, Wallace se interesó por el tenis, destacando en la práctica de este deporte. Estudió en el Amherst College, se licenció en inglés y filosofía, especializándose en lógica modal y matemática. En 1987, se licenció en escritura creativa en la Universidad de Arizona. Su tesis para letras fue una novela, que terminó siendo, unos años después, su primera novela publicada.
Hasta 1983 no escribió nada que se pareciese a ficción y ni siquiera era un lector ávido: consumía novelas como fuente informativa o para relajarse. Todo cambió cuando leyó por casualidad a Donald Barthelme, padre del lenguaje quebrado del posmodernismo, y, sobre todo, a Thomas Pynchon (acabó El arcoiris de la gravedad en ocho noches de consumo afiebrado) y Don DeLillo, en quienes encontró una voz conmovedora, loca y nueva.
Se obsesionó tanto con ambos que decidió cambiar sus planes académicos iniciales —dedicarse a la Filosofía y la Lingüística— y concentrarse en la literatura. Después de varios relatos se atrevió con una novela, La escoba del sistema, en la que intentó con demasiada inocencia emular los niveles superpuestos de Pynchon y los diálogos pop de DeLillo, aparecida en 1987, tuvo una gran acogida crítica.
Wallace se trasladó a Boston para ir a la Universidad de Harvard, pero pronto la abandonó. En 1991, comenzó a dar clases de literatura como profesor adjunto en la facultad Emerson College de Boston. En 1992, a la petición de su colega Steven Moore, Wallace consiguió un puesto de trabajo en el departamento de inglés de la Universidad Estatal de Illinois. Trabajabó impartiendo un taller literario en el Pomona College, cerca de su hogar en California.
Sus cuentos cortos, reportajes, entrevistas y obras de ficción se publicaron en revistas de todo tipo. En todas sus obras, de corte experimental, diseccionaba con inteligencia y acidez la sociedad posmoderna. La adicción en ellas es símbolo del malestar de la sociedad capitalista. Consideraba la televisión como una forma narrativa del futuro. Además, la relación del hombre con la realidad aparece en sus obras violentamente mediatizada por el impacto que tienen en él los medios y la tecnología.
David Foster Wallace dejó en su literatura innumerables pistas de que él era, tal vez, la principal fuente de inspiración de su propia ficción. Sus obras son una muestra de sus preocupaciones filosóficas, la fragmentación de la personalidad, la imposibilidad de la comunicación, todo ello mediatizado por el tratamiento de la cultura americana, el estudio de sus aficiones y roles y, sobre todo, de sus excesos.
Estuvo casado, desde 2004 hasta su fallecimiento, con Karen L. Green, una artista plástica a la que había conocido cuando ella le pidió permiso para hacer una obra basada en un cuento. Desde la adolescencia sufría de crisis de ansiedad y depresión, enfermedades que no fueron diagnosticadas hasta 1982 tras un episodio grave y paralizante que le obligó a abandonar temporalmente los estudios. Dos años más tarde fue internado por primera vez en un hospital psiquiátrico, donde emitieron la diagnosis de depresión atípica, caracterizada por cambios reactivos de humor. Desde entonces, vivió medicándose a diario.
La medicación antidepresiva le permitió ser productivo. Cuando experimentó graves efectos secundarios a raíz de los medicamentos, Wallace intentó abandonar su antidepresivo principal, la fenelzina. Siguiendo el consejo de su médico, Wallace dejó de tomar el medicamento en junio de 2007 y la depresión regresó. Tomó una sobredosis de un medicamento contra el insomnio, tuvo que ser hospitalizado y fue sometido a una docena de sesiones de electrochoques. Cuando le dieron el alta era una piltrafa, tenía episodios de amnesia y apenas podía hablar. Cuando regresó a la fenelzina, se encontró con que había perdido su eficacia para escribir y la depresión se agravó meses antes de su muerte.
Wallace se suicidó ahorcándose donde tenía su estudio, en el garaje de su hogar, de Claremont, California, el 12 de septiembre de 2008, a los 46 años. Aparentemente, había ordenado sus papeles y archivos meticulosamente antes del acto final. El cuerpo fue descubierto por la esposa del escritor. A su suicidio había publicado dos novelas, varios libros de ensayo y periodismo, y tres colecciones de relatos.

lunes, 28 de noviembre de 2016

Svetlana Aleksiévich

Nacida en Ucrania (31 de mayo de 1948) pero criada en Bielorrusia, Svetlana Alexievich es hija de dos profesores, padre bielorruso y madre ucraniana. Se graduó en periodismo en la Universidad de Minsk. Desde sus primeros estudios ya escribía poesía y artículos para la prensa escolar. Tras graduarse en 1972 se trasladó a Biaroza, provincia de Brest, para trabajar como periodista y dando clases de historia y de lengua alemana. Durante unos años compaginó su labor periodística con la tradición familiar de la enseñanza. Pero su amor por la obra del escritor bielorruso Alés Adamóvich hizo que finalmente se decantara por las letras. En 2000 residió en París, Gotenburgo y Berlín. En 2011 regresó a Minsk. La autora está enfrentada al gobierno de su país, presidido por Alexandr Lukashenko y también al régimen de Putin.
Los progenitores de la autora acabaron dedicándose a la enseñanza en una aldea después de que, en el expediente del padre – piloto condecorado–, a punto de ingresar en el Comité Regional del Partido, apareciera un dato demoledor: recién licenciada, a la hermana de su mujer la habían destinado a Brest, poco antes de que estallara la guerra, como profesora de alemán. Reclutada por los nazis para ejercer de intérprete con los prisioneros rusos, mantuvo, al parecer, una relación con un oficial germano. Finalizada la guerra, fue detenida y deportada a Siberia como «enemiga del pueblo». Cuando el Partido lo descubrió, exigió a su padre que se separara de inmediato de su madre. Por suerte, un amigo le consiguió, en veinticuatro horas, un puesto como director de escuela en un pueblo recóndito y eso los salvó de la ruina. La tía de Aleksiévich no regresó hasta cumplir una pena de veinte años.
El escritor bielorruso Alés Adamóvich la inclinó a la literatura apoyando un nuevo género de escritura polifónica que denominó «novela colectiva». Sus textos fluctúan entre la literatura y el periodismo, usando la técnica del collage que yuxtapone testimonios individuales, con lo que consigue acercarse más a la sustancia humana de los acontecimientos. Para esto tuvo que transformarse en viajera y visitar casi toda la Unión Soviética.
Cada uno de sus libros está compuesto con fragmentos orales de personas auténticas, entrevistas, retazos de conversación, monólogos, a veces reducidos a frases aisladas, que la autora une compositivamente en un único texto. De manera que el principal recurso compositivo es el montaje, con especial atención al ritmo.
Alexiévich ha proclamado que la atrae “ese espacio minúsculo que ocupa un solo ser humano”. Le interesa la voz individual, que le permite crear una densa polifonía de sus contemporáneos en situaciones trágicas. La autora ha abordado así las consecuencias de algunos acontecimientos históricos del siglo XX en la población civil soviética.
En su trabajo han tenido una gran influencia las notas de la enfermera y autora Sofia Fedorchenko (1888-1959) sobre las experiencias de los soldados de la Primera Guerra Mundial y los informes documentales del autor bielorruso Ales Adamovich (1927-1994) sobre la Segunda Guerra Mundial que rescató casi trescientos testigos directos del genocidio perpetrado por los batallones punitivos nazis en las aldeas bielorrusas. El epítome de estas masacres fue el pueblo arrasado de Jatín, cuya población fue exterminada en la primavera de 1943.
Tres años después del final de la Segunda Guerra Mundial, Aleksiévich había nacido en un país devastado: «En los pueblos prácticamente sólo quedaban mujeres», recuerda, así como la sensación de miedo infantil ante la gran cantidad de heridos y mutilados «que la policía dispersaba brutalmente en el mercado». «A nosotros, los niños, nos gustaba jugar en la calle, pero al anochecer nos sentíamos atraídos, como por un imán, por los bancos en que se reunían, cerca de sus casas, las mujeres fatigadas. Ninguna tenía marido, padres, hermanos». Al cobijo de la noche, las mujeres relataban una guerra distinta a la que aparecía en los libros soviéticos.
Aleksiévich descubrió de manera intuitiva que eran precisas una multitud de voces para hacerse una idea, aunque fuera aproximada, de los acontecimientos. Su género consiste en recoger testimonios de diferentes capas de la sociedad y en representar nítidamente aspectos oscuros de la historia de estos trágicos hechos. Según Aleksiévich, «en este género, lo principal no es reunir hechos, sino plantear una nueva mirada sobre el acontecimiento en sí, extraer de cada personaje los detalles menos banales, sentimientos y matices nuevos. Yo lo llamo “crear una nueva filosofía del acontecimiento”».
«Me gusta el lenguaje oral, no le debe nada a nadie, fluye libremente. Todo está suelto y respira a sus anchas: la sintaxis, la entonación, los matices, y así es como se reconstruye exactamente el sentimiento. Yo rastreo el sentimiento, no el suceso, cómo se desarrollan nuestros sentimientos, no los hechos. La importancia del testimonio no es la verdad en sí misma, sino las emociones que se recuerdan y cómo se reviven. ¿Qué ocurre con los grandes acontecimientos? Quedan fijados en la Historia. En cambio, los pequeños, que sin embargo son importantes para el hombre pequeño, desaparecen sin dejar huella». «Yo escribo, reúno las briznas, las migas de la historia. Siempre me ha atraído ese espacio minúsculo, el espacio que ocupa un solo ser humano, porque, en verdad, es ahí donde ocurre todo».
Sus libros tratan la guerra contra Hitler vista por las mujeres (La guerra no tiene rostro de mujer), la catástrofe de la central nuclear (Voces de Chernóbil), el hundimiento de la Unión Soviética misma (El fin del ‘Homo sovieticus’) y en Los muchachos del zinc, la última guerra soviética, la de Afganistán (1979-1986), en la que murieron 50.000 jóvenes soviéticos y precedió en poco tiempo al hundimiento del comunismo. En Cautivos de la muerte, 1993, ofrece la visión de aquellos que no pudieron sobrevivir a la idea de la caída del régimen soviético y se suicidaron. Cada uno de ellos, como las propias historias individuales que los componen, puede leerse por separado.
La guerra no tiene rostro de mujer surge del deseo de superar el relato masculino y patriarcal de la guerra, de romper todos los tópicos con que los hombres la justifican y la alientan. Si para las mujeres, la guerra era ante todo matanza, para los niños es sinrazón, y es ése el tema que aborda en Los últimos testigos. Con una estructura más lineal que la anterior, las principales líneas de reflexión son el absurdo, la monstruosidad y el trauma.
Para escribir Últimos testigos entrevistó a mediados de los ochenta a cientos de bielorrusos que habían quedado huérfanos. En busca de sus fuentes rastreó los archivos de los orfanatos de Minsk, que al término de la Segunda Guerra Mundial habían registrado a más de 30.000 huérfanos. Gentes comunes, que rondaban los 50 años cuando les abordó la periodista bielorrusa y que aceptaron hurgar en su memoria aún dolorida en busca de la imagen del padre desaparecido en la guerra, cuando no también la madre. No es un libro fácil de leer, a veces la acumulación de dolor de aquellos niños resulta aún hoy difícil de soportar. El penúltimo de los 100 testigos que comparecen en sus páginas es un electricista que tenía dos años cuando las tropas alemanas invadieron Minsk. Su relato tiene escasas 30 líneas y se titula: ‘Estuve esperando a mi padre mucho tiempo. Toda la vida’. Una peluquera que tenía ocho años perdió a sus padres en un bombardeo: “Ya he cumplido 51 años, tengo mis propios hijos, y, sin embargo, todavía sigo queriendo que venga mamá”.
En medio de la catástrofe bélica, que tiene su representación más recurrente en las bombas que caen del cielo, en los aviones que siembran los pueblos de fuego, está el recuerdo de una hambruna permanente, de carácter bíblico: “En la cazuela no quedaba ni el olor a comida, hasta el olor lo habíamos lamido”; “nos convertimos en rumiantes, en primavera ni un solo árbol conseguía echar brotes en un radio de varios kilómetros alrededor del orfanato”; “en todas las casas había un puchero con caldo de ortigas”. Pero en medio de los relatos más sombríos y de una desolación constante surgen ocasionalmente ingenuos chispazos infantiles que provocan una sonrisa. Cuarenta años después de la tragedia, la periodista bielorrusa ha sabido activar en aquellos huérfanos algunas zonas mágicas de la memoria que sobrevivieron a la hecatombe.
En Los muchachos de zinc, también aborda la guerra, pero en esta ocasión se enfrenta a un conflicto bélico, el ruso-afgano, que la autora puede presenciar, aunque brevemente, en persona. Los ataúdes de zinc a que se alude en el título son los féretros en que transportaban los restos de los soldados soviéticos muertos en Afganistán. Esas cajas herméticamente cerradas en las que eran entregados a sus familias, constreñidas a no ver por última vez los cadáveres de sus seres queridos, se convierten en una potente imagen, y símbolo, de una verdad oculta: las razones de este conflicto no se entendían entre la población soviética, y menos aún qué necesidad había de él cuando la Unión Soviética era ya un gigante con los pies de barro a punto de dar el último traspié; además, una gran parte de soldados se sentían poco motivados e implicados en esa guerra, lo que se traducía en numerosas deserciones.
La cúpula política del Kremlin no supo interpretar que la situación en Afganistán –país teóricamente neutral, pero muy cercano a la influencia de Moscú desde el final de la Segunda Guerra Mundial– no se resolvería sacando los tanques a la calle, como en Berlín en 1953, en Budapest en 1956 o en Praga en 1968. Y, fiel a su modus operandi, envió a un contingente de soldados relativamente pequeño, formado por jóvenes reservistas mal equipados, y peor entrenados, que, más que luchar por ideales, se vieron forzados a hacerlo por instinto de pura supervivencia: se encontraron en un país extranjero que, lejos de considerarlos un ejército liberador, como el de sus abuelos, los tenía por invasores.
La sociedad afgana estaba dominada por una animadversión creciente contra el Gobierno filosoviético del Partido Democrático Popular de Afganistán a causa de las reformas radicales que éste quería implantar en el país, ignorando su estructura tradicional, anclada en el feudalismo, profundamente religiosa y eminentemente rural, así como el sentimiento inquebrantable de lealtad hacia la familia y el clan. Y esta hostilidad se intentó liquidar por parte de los soviéticos con sus medios habituales, aunque, como ya dijo Alejandro Magno, Afganistán se puede ocupar, pero nunca conquistar. Persas, mongoles, británicos, soviéticos, estadounidenses: todos ellos han probado en su momento la inmensa capacidad de resistencia de este pueblo y el desastre militar al cual conduce inexorablemente en una tierra que es un auténtico «cementerio de imperios».
El conflicto afgano-soviético atizó el avispero del yihadismo, con la connivencia de otros países fronterizos y la ayuda de potencias mundiales.
Los jóvenes soldados, con una preparación precaria de tres meses antes de entrar en combate, lucharon, escépticos, en una guerra asimétrica, sin frentes definidos, que impusieron las guerrillas de muyahidines, conocedoras del terreno, inmunes a las adversidades del medio y entregadas devotamente a su causa.
Los soviéticos, en una sangría constante de hombres y de recursos, sólo consiguieron controlar una quinta parte del territorio, lo que provocó un éxodo masivo de afganos de un país en ruinas: la única táctica que resultó eficaz para los soviéticos, a fin de no verse sometidos a los ataques selectivos de los muyahidines, fue seguir una política de tierra quemada, es decir, arrasar pueblos, cultivos, árboles, canales y todo aquello que pudiera servir de escondite a los rebeldes afganos. En este libro cuenta: "Una joven afgana con un niño en brazos. Me acerco a ella y tiendo un oso de peluche al pequeño, que lo agarra con los dientes. Pregunto a la madre por qué lo hace. La madre levanta la manta en la que su hijo va envuelto y veo un pequeño torso sin brazos ni piernas. 'Eso es lo que han hecho tus rusos", me responde. A su lado, un capitán soviético me explica: 'Esta mujer no entiende que les hemos traído el socialismo'.
El fin del «Homo sovieticus», el protagonismo recae en el Homo sovieticus, así como en el cataclismo de sus sueños rotos. Es un singular tipo de hombre, un personaje trágico. Fue el sociólogo, filósofo y novelista emigrado ruso Aleksandr Zinóviev quien acuñó esta expresión sarcástica en una novela homónima publicada en 1982. En el libro vertía una crítica acerada y demoledora contra la política estatal soviética. Además, hacía observaciones críticas a las descripciones de Trotski sobre «el hombre del futuro». A grandes rasgos, el Homo sovieticus era un individuo indiferente al trabajo –ilustrado en el chiste soviético «nosotros simulamos que trabajamos, y ellos simulan que nos pagan»–, carente de iniciativa y espíritu crítico, sumiso a todas las directrices del Estado, aislado de la cultura mundial al no poder viajar ni leer textos extranjeros, y un oportunista camaleónico que se adaptaba a todas las circunstancias. Zinóviev, por tanto, subvierte el arquetipo de Trotski: en lugar del hombre que se sacrifica en aras de la sociedad, tenemos un parásito que vive a costa del Estado sin prestarle ningún servicio.
Svetlana Aleksiévich no juzga, no evalúa. Quienes la critican (sin haberla leído, sospecho) la pinta como una antirrusa y anticomunista furibunda, y sus libros como panfletos. Cualquiera que lea El fin del 'homo soviéticus' se dará cuenta de que esto no es así en absoluto. Lo que compone es una imagen compleja de un territorio y un tiempo en el que el pasado es terrible (la guerra, las purgas soviéticas, las delaciones entre vecinos) pero el presente no ha cumplido tampoco las esperanzas creadas y ha dado paso a una jungla en la que los fuertes y los corruptos vencen, y los débiles son aplastados.
En 1997 publicó Voces de Chernóbil, libro en el que la autora se sirve de numerosas entrevistas para mostrar el alcance del desastre de la central nuclear en 1986. Alexievich teje cuarenta monólogos desolados de otros tantos protagonistas que ofrecen toda una lección de periodismo. Un joven bombero que se despide de su esposa para dirigirse a la central en llamas con un "vendré pronto" y no puede cumplir su promesa, un viejo que espera y espera en la zona cero del desastre a donde nadie regresa, un escritor que ve cómo a su mujer y su hija se les llena el cuerpo de manchas negras (la pequeña moriría más tarde).
En Cautivados por la muerte (1993) figuran personas que se suicidan porque su vida ha perdido sentido después de un cambio drástico de clase social. Alexiyévich explica la abundancia de suicidas refiriéndose a la incapacidad de los ciudadanos rojos de reconciliarse con la pérdida del gran proyecto que supuso la URSS y de pasar de la “gran historia” a la “existencia individual”. Por ejemplo, la vecina de un jubilado que se quemó vivo nos relata su historia, su sufrimiento, las privaciones, el miedo durante la época estalinista. La mujer se pregunta dónde está el resultado de tanto trabajo, la promesa de que un día vivirían mejor, qué había que aguantar y esperar.
Su último libro publicado es Tiempo de segunda mano (2014). El libro vuelve a centrarse en la que sea quizá la principal obsesión literaria y periodística de la autora: el fin del “homo sovieticus”. En esta ocasión ha querido dar voz a quienes sobrevivieron, pero, según promete el título, se convirtieron en “personas de segunda mano”. Para la autora, los rusos no estuvieron en su momento preparados para afrontar con garantías la revolución bolchevique: de ahí su fracaso y la deriva totalitaria; pero tampoco estuvieron preparados para el reto que supuso la perestroika de Gorbachov ni para la caída del régimen, la posterior disolución de la URSS y la llegada de una tibia y deficiente democracia. Alexiévich habla de la escasa experiencia democrática y de libertad que han tenido los rusos y cómo esa carencia marca el actual derrotero de la política rusa del presidente Putin.

sábado, 26 de noviembre de 2016

Nadja de Andre Breton

Nadja (1928) es una obra compleja en la que, a partir de la relación que se estableció en 1924 entre el personaje que da título al relato y el autor, se encuentran todas las claves del Surrealismo en la etapa de su desarrollo inmediatamente posterior a la publicación del primero de sus Manifiestos, es decir, en pleno dinamismo conceptual. Muy densa en significados, puede ser considerada una de las obras más importantes del autor y del movimiento del que es, sin duda, su quintaesencia. Nadja existió de verdad. Fue una joven llamada Léona Camille Guilaine Delcourt, que Breton abordó, al azar, en la calle. Se enamoró del poeta hasta el punto de llegar a perder literalmente el juicio. André estaba casado y sólo quería una aventura-escarceo de inspiración con su musa. Pobre Nadja. Se conservan cartas de ella en las que acusa a su amante de haberse sentido olvidada, postergada, “si usted me abandona, me siento perdida”. André dirá posteriormente que ella le tomó por un dios, y esa fue la causa del inicio de herrumbre en su equilibrio.
Breton nació en Tinchebray el 18 de Febrero de 1896.Tras realizar estudios parciales de Medicina, entra en contacto con Apollinaire, tomando parte activa en la agitación dadaísta parisina. En 1924 publica el primer Manifiesto del surrealismo, convirtiéndose en punto central de referencia para el movimiento. Muy interesado en los diferentes aspectos de la vanguardia, a éstos añade la importancia de la suerte o el azar en el curso de la creación artística. La publicación de El surrealismo y la pintura confirma el amplio campo de experimentación que el movimiento tiene en las artes visuales siempre que el automatismo mantenga su presencia. Con sus “poemas – objeto”, explora lo irracional e inconsciente abriendo el camino a una poesía auténticamente visual. Durante la II Guerra Mundial se exilia en Nueva York; a su regreso, participa en Francia en la fundación del art brut , escribiendo en 1957 un texto fundamental sobre El arte mágico. Considerado el “Papa del surrealismo ", su mirada modifica el paisaje artístico, ya que llama a participar al arte en “la emancipación integral del hombre”. Murió en París el 28 de septiembre de 1966.

Esperando a Godot de Samuel Beckett por Michael Lindsay-Hogg (2001)



La acción transcurre en el campo, en un camino, al lado de un árbol, durante dos tardes. Aparecen dos vagabundos: Vladimir (también llamado "Didi") y Estragon (también llamado "Gogo") que esperan, en vano, a un tal Godot, al que no conocen de nada y con quien (quizás) tienen alguna cita. El público nunca llega a saber quién es Godot, o qué tipo de asunto han de tratar con él. Durante la aburrida espera, Estragon trata de persuadir a Vladimir de irse lejos o suicidarse, pero al final no hacen nada mas que pasar el tiempo conversando y a veces discutiendo. Entonces aparecen Pozzo y Lucky, que lleva una soga al cuello y es maltratado, continuamente por Pozzo. Lucky no se queja, porque prefiere ser mandado a tener que pensar por él mismo lo que tiene que hacer. Esta situación horroriza a Vladimir y a Estragon. Pozzo, quien afirma ser el dueño de la tierra donde se encuentran, se sienta para darse un festín de pollo, y más tarde tira los huesos a los dos vagabundos. Los entretiene haciendo a Lucky bailar animadamente, y entonces este les da un sermón improvisado sobre las teorías del Obispo Berkeley. Tras la partida de Pozzo y Lucky, un niño llega con un mensaje de Godot, aparentemente: no vendrá hoy, pero vendrá mañana por la tarde. El muchacho también confiesa que Godot pega a su hermano y que él y su hermano duermen en la buhardilla de un granero. Bruscamente oscurece y sale la luna. La primera jornada de espera ha terminado. El segundo acto mantiene una simetría respecto al acto anterior, de espacio, de tiempo, de los momentos en que aparecen los personajes y sus diálogos pero cuando Pozzo y Lucky llegan, Pozzo se ha vuelto inexplicablemente ciego y Lucky se ha quedado mudo. Asi, Pozzo, el maestro autoritario que, en el primer acto, llevaba a su sirviente, Lucky, para venderlo en el mercado, reaparece, en el segundo acto, dependiendo de Lucky. Y Lucky, quien después de haber sido capaz de recitar un sermón medieval en el primer acto, se muestra en el segundo, completamente idiota. Finalmente, el niño vuelve a aparecer afirmando que no es el mismo niño que el día anterior había traído el mensaje, y dice que Godot definitivamente no va a acudir. Entonces, Vladimir y Estragon vuelven a plantearse la posibilidad del suicidio en el árbol (un sauce). Didí y Gogó tratan de ahorcarse, pero renuncian. Cae el telón.

Lolita de Vladimir Navokov

"Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas, mi pecado, mi alma", es la primera invocación del narrador Humbert Humbert, quien en su oscura infancia europea se enamoró impúdica y frenéticamente de una niña de su edad llamada Annabel, que muere de tifus cuatro meses después de haberla conocido.
Desde entonces Humbert desea niñas, o a nínfulas, (según el término acuñado por él), ninguna curva madura le incita, ninguna mujer con carácter de mujer y cuerpo de mujer le atrae. Es incapaz de desear cualquier figura que se aleje de la silueta fina, juvenil, fresca e imberbe de su primer amor.
Ya adulto y convertido en un europeo refinado, brillante y atractivo viaja a una ciudad de Nueva Inglaterra, Ramsdale, para ocupar un puesto de profesor. Una vez allí se hospeda en casa de una voluptuosa viuda, Charlotte Haze, que ve en Humbert la materialización de todas sus fantasías provincianas. Pero Humbert oculta su herida envenenada: el recuerdo del frustrado amor de su adolescencia.
En la casa está también Lolita, la hija de Charlotte, que resulta ser su sueño hecho realidad. En aquél lugar elegido de un pueblo sureño Humbert tiene que enfrentar el acoso de la viuda y, especialmente, las artes de seducción de Lolita, cuya atracción lo envuelve en el paroxismo del deseo y lo sumerge en una vorágine lujuriosa. Humbert, entonces, concibe un plan maestro: se casará con su madre para poder estar siempre cerca del objeto de sus afectos: la alegre adolescente, la irresistible nínfula de nombre encantador, lírico y melodioso: Lolita.
Charlotte (madre de Lolita) al revisar el cuarto de Humbert encuentra su diario con confesiones escritas sobre su indiferencia hacia el matrimonio y su apasionada lujuria por la niña. Charlotte Haze planea dejar la casa junto con su hija a quién mandará a un internado y fuera del alcance de Humbert. Escribe tres cartas para organizar algunos negocios antes de su partida y en su prisa enloquecida por mandar las cartas, es atropellada por un auto y muere.
La muerte de la madre en el accidente, deja libre el camino a las andanzas de estos amantes, cuyos pasos son seguidos de cerca por un extraño personaje. Difícil establecer quién es víctima y verdugo, posiblemente la mayor pregunta a la que nos aboque el autor. Humbert sucumbe a su vez a la picardía de Lolita que intuye el deseo que despierta, y se complace en él haciendo gala de un mordiente y certero coqueteo, sin intuir las consecuencias.
El viudo Humbert, entonces, comienza a viajar a lo largo de los Estados Unidos, de motel en motel junto con Lolita, con quien mantiene ahora una relación sexual. Esta relación termina cuando un adulto rival, Clare Quilty, convence a Lolita de dejar a Humbert y escapar con él.
En los años siguientes, Humbert tiene lo que probablemente sea su primera aventura amorosa 'normal', con una alcohólica llamada Rita. Pero este periodo termina súbitamente cuando Humbert es contactado por la ahora joven de 17 años, Lolita, que necesita dinero. Humbert la rastrea y la encuentra casada y visiblemente embarazada. Hubiera intentado matar al marido pero se da cuenta de que no es el individuo con quien Lo había estado saliendo durante sus viajes en el pasado.
Persuade a Lolita para que le diga el nombre del rival que se la había llevado y le da 4000 dólares, para que ella y su esposo se vayan a Alaska. Humbert se da cuenta de que a pesar de que ha dejado de ser una ninfula, todavía la desea, de hecho se ha enamorado realmente de ella, pero Lolita no lo ama a él. Al darse cuenta de esto, rastrea a Quilty y lo mata.
Humbert muere en prisión con trombosis coronaria después de dictar la historia a su abogado. Más tarde, "Lo" muere en Alaska cuando está dando a luz un hijo, que también muere.
La gran pregunta y la gran incitación de Lolita es ¿quién seduce a quién, quién es la marioneta y quién tira de los hilos? ¿El enfebrecido y delicuescente Humbert Humbert, profesor y traductor, que imagina y persigue su objeto de deseo hasta obtener una satisfacción mecánica que no hace sino aumentar su desequilibrio, o la ninfa que parece crecer desde una ingenuidad preconsciente y perturbadora hasta un influjo que se vale astutamente de su supuesta inocencia para manipular a su aparente conquistador?.

Por el camino de Swann de Marcel Proust

"Por el camino de Swann" de Marcel Proust es el primer volumen, publicado en 1913, de los siete que componen uno de los ciclos novelísticos más admirables de la historia de la literatura: "En busca del tiempo perdido". El libro se divide en tres partes, todas ellas variaciones sobre el tema del tiempo que inexorablemente queda atrás: "Combray", el pueblo de la infancia del protagonista, que lo rememora antes de dormir; "Un amor de Swann", o el despilfarro del tiempo en un amor, el de Odette y Swann, acosado por los celos; "Nombres de países: el Nombre", que gira en torno a los recuerdos de la adolescencia.
La obra comienza con uno de los episodios más célebres de la literatura universal: la evocación de la infancia a través de la degustación de una magdalena. Algo tan simple como esto permite al narrador recobrar los lugares y las personas fundamentales que llenaron su niñez. El narrador rememora su infancia en París y en el pueblo de Combray, cuyos caminos conducen a casa del refinado Swann y al castillo de Guermantes. Tras un desengaño con la hija de Swann, Gilberte, describe sus experiencias en una playa de moda, Balbec, y su nuevo amor por Albertine. Las localidades de Balbec y Combray (en la realidad Cabourg e Illiers-Combray respectivamente) son detalladamente descritas en la obra; por eso, son muchos los admiradores del autor que las recorren en busca de sus huellas en paisajes y lugares.
"Un amor de Swann" es casi una novela dentro de la novela en este primer volumen. Charles Swann, un joven y rico judío aceptado entre la aristocracia parisina de la Belle Epoque, se obsesiona por la bella prostituta Odette de Crécy, que a primera vista “no le gustaba”. El narrador reconstruye los amores de Swann y Odette, llenos de celos, pasiones y dudas, antes de su matrimonio.
Swann se enamora de Odette Crézy, prostituta de lujo del círculo de Madame Vedurin, que jamás sería aceptada en el aristocrático círculo del judío erudito. Ambos juegan sus cartas: Charles siente una pasión enfermiza, de origen intelectual, tras asociar un rostro que en principio le parece vulgar, con la imagen de Shefora, la hija de Jetro y esposa de Moisé, de Boticelli, y está dispuesto a perderlo todo por satisfacer su capricho; Odette aspira a salir de su mundo sórdido de relaciones pagadas, casándose con su amante, y, buena conocedora de la sensibilidad masculina y de los juegos de poder en las relaciones amorosas, maneja a su antojo las inseguridades y los celos de Swann.
En el epílogo Swann, ya viejo, confiesa a su amigo, el Barón Charlus, que siente que ha perdido mucho tiempo precioso de su vida, que ya no puede recuperar. «¡Y pensar», exclama Swann «que he malgastado los mejores años de mi vida, que he deseado la muerte y he sentido el amor más grande de mi existencia, todo por una mujer que no me gustaba, que no era mi tipo!».
Los miembros selectos de su grupo aristócrata no sólo excluyen de por vida a Odette, sino tambien a su hija Gilberte, como si de una bastarda se tratara; los hombres recuerdan sus contactos con Odette a cambio de 500 francos.
Marcel Proust nació en el seno de una familia acomodada. Fue un niño asmático especialmente propenso a los desarreglos bronquiales y, por tanto, muy sensible al cuidado de la madre, una de las figuras capitales en su vida. Estudió en el Liceo Condorcet y muy pronto inició la carrera de Derecho, que abandonaría poco más tarde para relacionarse con la sociedad elegante de París. La muerte de su madre, ocurrida en 1905, supuso un antes y un después en la vida de Proust y posiblemente también en la suerte de la narrativa contemporánea. Tras un breve período alejado de toda actividad literaria y en el que se recrudeció su asma, tomó la decisión de abandonar la vida mundana y un tanto frívola de los salones aristocráticos para recluirse a escribir.
La edición de 'Por el camino de Swann' fue costeada por el propio autor. La publicación pasó desapercibida para el público. Pero Proust continuó escribiendo. Su afiebrada obstinación obtuvo sus frutos con la aparición de 'A la sombra de las muchachas en flor' (1919); el libro obtuvo el prestigioso premio Goncourt. 'El mundo de los Guermantes' (1920), 'Sodoma y Gomorra' (1922), 'La prisionera' (1923), 'La desaparición de Albertina' (1925) y 'El tiempo recobrado' (1927) completan este monumento al tiempo interior y a las preguntas sin respuesta. Las tres últimas partes se editaron póstumamente.
Proust falleció de un absceso en los pulmones un 18 de noviembre de 1922. Tenía 51 años. Reza la leyenda que la última palabra que pronunció fue “madre”.

Trópico of Cáncer de Henry Miller

Trópico de Cáncer, publicado por primera vez en París en 1934, debido a la censura no vio la luz en Estados Unidos hasta 1961, después de más de sesenta juicios. Considerada por buena parte de la crítica como la mejor de sus obras, en su primera novela se sitúa Miller en la estela de Walt Whitman y Thoreau para crear un monólogo en el que el autor hace un inolvidable repaso de su estancia en París en los primeros años de la década de 1930, centrada tanto en sus experiencias sexuales como en sus juicios sobre el comportamiento humano.
Para encontrarse con su destino Miller abandonó su patria y dejó atrás una larga lista de empleos que nunca le satisficieron, una hija y una familia de la que ponía distancia. Pero en su maleta empacó para llevar consigo sus recuerdos, la nitidez de las sensaciones y la brillantez de los argumentos que le hicieron rechazar ese modo de vida, que le hicieron comprender que debía preocuparse por la comida justo en el momento de experimentar hambre y no antes.
Dejó de preocuparse por el mañana con tal de tener un techo y una máquina de escribir para ejercer hoy su oficio de escritor, naturaleza que no apareció en él, como sucede a menudo, cuando se publica, cuando la crítica admite la obra del escritor. No, la condición de escritor de Henry Miller se manifestó cuando comenzó a escribir y tuvo la certeza de que ése, y no otro, era su oficio y destino.
Miller llegó a París en 1930, a los 40 años, sin dinero, sin trabajo, ansiando ser el escritor de un solo libro —del último libro—, el que enterraría a todos los demás porque después de su testimonio sangrante ya no habría nada que decir. De hecho, Trópico de Cáncer es un libro que se narra a sí mismo porque es el estrepitoso relato de su propia creación. Es una cínica autobiografía de la realidad.
En París, Miller se añade a una pandilla de escritores holgazanes, artistas chiflados, chulos urgentes y mujeres fatales que se engañan y se necesitan entre sí. Forman un peligrosísimo tropel donde es imposible distinguir porque todos son pícaros y flagelantes. El libro cuenta, entonces, las correrías y aventuras de un bohemio norteamericano en el París de los años 30 del pasado siglo. Aventuras sexuales (sin escatimar sustantivos y adjetivos), andanzas literarias, tropezones alcohólicos, supervivencias vitales, pobreza, tristeza, gorronería, nostalgia, desamor, personajes inefables, personajes previsibles, amor y vino.
Todo bajo la capa de una prosa fácil, limpia (aunque parezca lo contrario por sus sustantivos), y una carga profunda de sentimiento de libertad y de crítica a un país -el suyo, EE.UU.- que aunque le proponga la vida tranquila, el amor dejado, la seguridad monetaria, lo cambia todo eso, por un simple beso de una prostituta de París.
Por hoteles de mugre y tisis, por parques donde duerme como un perro, Miller lleva los originales de su libro. No hay aquí modo de separar la vida de la obra, y este es el asalto que el neoyorquino vagabundo gana por knock out a los naturalistas del siglo XIX, tan complacidos en su retratismo de los bajos fondos. Aquellos escribían con guantes de goma para no tocar la pobredumbre, y sus libros huelen al formol puritano del patólogo. Como a los falsos amores, a los naturalistas los mata la distancia.
En cambio, en Trópico de Cáncer, autor y libro son una moneda de una sola cara. Escrito con pasión y rabia desmedidas, Trópico de Cáncer, es la descripción de esta estancia en Paris donde, viviendo como vagabundo, descubrió por qué la ciudad del Sena atrae a los torturados, a los alucinados, a los grandes maniacos del amor. Y nos lo describe con una elocuencia que muy pocas plumas poseen. Nos relata por qué en París se pueden abrazar las teorías más fantásticas sin que parezcan extrañas. Una ciudad donde todo adquiere un nuevo significado y los límites se desvanecen.
Trópico de Cancer es una majestuosa obra contada por una persona que llegó a dormir junto a los perros hambrientos debajo de algún bello puente a las verdes orillas del río Sena y que descubre ante el lector por que Henry Miller es considerado uno de los mas grandes de la literatura contemporánea.
Esta obra nos va llevando a los recodos íntimos de su estancia parisina, sus fantasmas, sus creencias, sus deseos mas abyectos y también a toda una filosofía o mas bien una radiografía de la sociedad decadente de las primeras décadas del siglo XX. Todo con una gran veta de humor negro, idealismo rebelde, caos vivencial y bohemia.
La historia vibra con una larga lista de ejemplos de cómo desde la locura, los excesos, las renuncias, el placer o el sufrimiento, se han gestado las mejores obras de arte de la humanidad. Pero, además, la misma historia nos enseña que tales obras se han concebido en primer término para y por el placer de quienes las escriben, aquellos espíritus que se han permitido el gozo personal de crearlas sin que les haya importado el compartirlas o no.
Debemos considerar que, como sucede a menudo con nuestra propia vida, para lograr capturar con nitidez los recuerdos, el mejor camino es poner distancia de ellos. Ese despiadado retrato que Miller ofrece de la familia, del amor, del éxito, de la prosperidad, de la competencia y de todos aquellos valores tan preciados para los estadounidenses, no accidentalmente fue concebido fuera de su país. Se lamenta, sí, su indiferencia casi animal por el sufrimiento de la gente, por la injusticia, ya que el libro está roído por un nihilismo ácido. Además, cansan sus divagaciones «metafísicas», que nos dan páginas redondas —o sea, sin pies ni cabeza—. Aun así, el libro mantiene la energía y el humor de sal gruesa que hacen de Henry Miller un nieto marrullero del Arcipreste de Hita, admirable, tonsurado y gozador.

Las extraordinarias aventuras de Julio Jurenito y sus discípulos de Ilya Ehrenburg

Novela de humor extremo y rayando el absurdo, que lo satiriza todo: el viejo continente europeo, tan alienado o esquizofrénico que se precipitó, casi sin darse cuenta, en la carnicería de la Primera Guerra Mundial; la utopía de la Revolución bolchevique; la religión y casi todas la convenciones y hábitos sociales.
Considerado el corresponsal de guerra más popular de toda la prensa soviética, Ehrenburg fue un escritor y periodista soviético, de ascendencia judía, que cubrió la mayoría de las guerras. Tras su participación en las revueltas estudiantiles en la Universidad de Moscú de 1905, emigró a París donde inició su carrera como escritor bajo la influencia de Verlaine. En la capital francesa trabó así mismo amistad con Picasso, Apollinaire y Fernand Léger. Corresponsal en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial, en 1917 retornó a su país.
Aunque simpatizaba con la revolución bolchevique, no se sentía a gusto en la Unión Soviética, y en 1921 volvió a autoexiliarse. Ese mismo año escribió Julio Jurenito. Corresponsal más tarde en la Guerra Civil española, escribió varias obras que lo reconciliarían con el régimen soviético. A partir de 1950 se convirtió en una destacada personalidad, sobre todo cultural, de la URSS.
Julio Jurenito es un personaje que amalgama en su figura la sabiduría, la ironía y un acusado sentido de lo pintoresco. Personaje sin principios, a pesar de que los defiende apasionadamente, se rodea de una “selecta” tropa de discípulos. Es un maestro, guía, amigo, socio, camarada, mesías, en torno al que, entre otros, se congregan un vagabundo italiano, el propio Ehrenburg, un capitalista cristiano y, sobre todo, el gran Spiridonovich, tolstoiano, histérico e histriónico, a quien alma, culpa y redención no se le caen de la boca.
Las aventuras de esta pandilla a través de una Europa de guerras, revoluciones y entreguerras expresa la admiración y el rechazo hacia la cultura occidental; la reserva y el entusiasmo hacia las revoluciones; y el amor y el odio hacia la naturaleza humana.
Julio Jurenito, mexicano de personalidad desbordante y discurso torrencial, es una suerte de profeta de la destrucción del orden establecido mediante la provocación que recorre, con sus discípulos, la Europa de 1910 a 1920. La ácida mirada de Jurenito resulta demoledora y sus opiniones, sus discursos, no por exagerados, tendenciosos o abiertamente absurdos en ocasiones, mueven menos a la reflexión.

"M Train" de Patti Smith

“M Train” es el segundo libro de memorias de Patti Smith. Si el primero giraba en torno a su relación con el fotógrafo Robert Mapplethorpe, “M Train” es un mapa de carreteras de su vida, que es evocada a través de dieciocho tiendas de café y cafeterías que ha frecuentado a lo largo de la misma.
El libro se inicia en el Cafe Ino del Greenwich Village. En la foto de la portada, aparece Smith en su mesa favorita de este café. Partiendo de ese lugar (donde acude cada mañana) «M Train» invita a un viaje que fluye entre los sueños y la realidad, mezclando tiempos y pasando por México, Berlín o Michigan, así como por el recuerdo de Fred Sonic Smith, el músico con el que se casó y que falleció en 1994. Mezcla de diario de viaje con investigación de su intimidad, también tiene algo de género epistolar, diario, entusiasmo de fan y fotografías sacadas por ella misma.
En 2010 Patti Smith editó "Eramos unos niños", su primer libro de memorias, donde contaba su temprana juventud en una Nueva York mítica que ya no existe. El libro fue un éxito de ventas y de crítica. Aquel libro era el recuerdo entrañable y notablemente lírico de su amistad juvenil con el fotógrafo Robert Mapplethorpe, no la historia de toda su relación hasta la muerte de Mapplethorpe en 1989, sino la de los días de dorada pobreza en los que ambos eran unos recién llegados a Nueva York.
"Escribí 'Cuando éramos niños' porque Robert (Mapplethorpe) me lo pidió antes de morir y tenía esa gran responsabilidad con él, con nuestra relación, con Nueva York y con la cronología de los hechos, pero esta vez quería hacer algo diferente, en tiempo presente y de forma irresponsable, sin un diseño o trama previos", explica. Patti quería ver qué pasaría si escribía cada día y se felicita en ese sentido por cómo fueron "desplegándose" ante ella lo que llama los "patrones" de su vida, como su marido o el proceso mismo de envejecer.
Como se percibe en sus páginas, sin apenas referencias musicales, es la literatura la disciplina que juega un "papel central" en su prolífica producción artística, que incluye también la pintura y la fotografía. "No pienso en mí misma como un músico, sino como intérprete. No toco música y, si no estoy sobre un escenario, no pienso en ella. Cuando dejé la vida pública en 1979, no toqué durante más de 16 años, pero sí escribí cada día. Por eso pienso en mí más como escritora", ratifica.
«No es tan fácil escribir de nada», advierte Patti Smith en el arranque de «M Train». Pero a sus 68 años la «madrina del punk», demuestra que aún tiene mucho que decir. “M Train” es una especie de tren mental, con la imaginación se puede ir a cualquier parte, no se tiene fronteras, a través de la trinidad de la memoria (pasado, presente y futuro) se va a cualquier sitio del mundo, cualquier mundo en el universo.
Patti Smith crea asi un singular y bellísimo libro de memorias en el que revisita las cafeterías que más ha frecuentado a lo largo de los años y que convertía en lugares de creación. Su vida de poeta, dramaturga, cantante, artista y peregrina se revela aquí como si se tratara de un mapa de carreteras.
Gracias a una prosa que fluye sin contrastes de los sueños a la realidad acompañamos a la autora en sus viajes, entramos en la Casa Azul de Frida Kahlo en Mexico, visitamos las tumbas de Genet, Plath, Rimbaud o Mishima, somos testigos de su relación con Robert Mappelthorpe, y recordamos su matrimonio con el guitarrista Fred Sonic, la retirada de los escenarios para dedicarse a su familia y su vuelta triunfal al mundo de la música.
“M Train” se basa en sus diarios escritos en todos los cafés del planeta, donde sus conciertos han tenido lugar. Cada mañana busca una cafetería, no importa la ciudad en la que esté, pide un café negro, luego saca su diario y empieza a escribir o a describir sus vivencias y pensamientos. Por ello, este viaje se inicia en Greenwich Village, en el bajo Manhattan, en la “capital bohemia” de la ciudad de NY donde sus sueños comenzaron a convertirse en realidad. Así, de café en café, sus reflexiones y recuerdos van tomando vida en una hermosa mezcla entre Rimbaud, Mishima y Plath.
A través de 18 de sus cafeterías habituales Patti Smith revela su vida de poeta, dramaturga, cantante, artista, viuda y peregrina. M Train es un libro de memorias, pero también abreva en las tradiciones de la crónica de viaje, el género epistolar y el diario íntimo. En definitiva, cuando levanta vuelo a partir de las anécdotas y las historias que encuentra en su camino, su prosa se inscribe en la mejor literatura.
M Train atraviesa los continentes: América, Europa, África, Asia. Y, al final pasa largas horas sentada a la mesa de su lugar en el mundo, el Café Ino, leyendo o escribiendo. Ahí empieza y casi también termina el libro, cuando el Café Ino baja su persiana para siempre y su dueño le regala a la parroquiana más fiel la misma silla que tantas veces ocupó, en el mismo rincón de siempre.

viernes, 25 de noviembre de 2016

Tom Wolfe

Thomas Kennerley Wolfe nació en Richmond, Virginia, el 2 de marzo de 1930. Es hijo de un agrónomo y una diseñadora. Tras cursar estudios superiores en las universidades de Lee y Washington, en 1959 se doctoró por Yale con una tesis sobre la influencia del comunismo en los escritores norteamericanos. Se inició en el periodismo haciendo reportajes sobre el mundo de los suburbios para el Washington Post. Tardó poco en agotar las posibilidades que le ofrecía la capital federal, y decidió trasladarse a Nueva York.
La desenfadada ironía de su estilo y el lenguaje fresco y desenvuelto que caracteriza tanto a sus reportajes como a sus novelas lo han convertido en uno de los representantes de la contracultura más leídos de nuestro tiempo.
Wolfe se fue a Yale a hacer su posgrado, donde se embebió de sociología. Pero la universidad le resultaba predecible, y la vida bohemia no lo atraía para nada. Nunca fue gregario, así que se volcó al periodismo, entre otros, en el suplemento dominical del New York Herald Tribune.
En 1962 se encontró un reportaje sobre el boxeador Joe Loie de Gay Talese en Esquire y se convenció de que había otra forma mucho más atractiva de contar la realidad, que él no se quería perder. El desarrollo de personajes, la descripción detallada de escenas o el empleo de la tercera persona eran fórmulas tan válidas para un artículo como para una novela.
Wolfe logró un encargo de esa misma publicación y viajó al sur para preparar una historia sobre coches tuneados. El joven Wolfe viajó al lugar indicado, entrevistó a los protagonistas, observó y reflexionó sobre ese mundo, pero al llegar el momento de poner en orden sus apuntes no encontró la manera de hilvanarlos. “Lo siento -decía el telegrama enviado a su revista- pero no lo puedo escribir”. El director no se lo tomó con mucho humor, llamó al novato y le exigió que mandase las notas que hubiera tomado, que alguien en la redacción, con más talento, ya se encargaría de darle forma. Wolfe mandó casi cincuenta folios manuscritos y se publicaron sin que nadie tocara una coma.
Resultó que aquellos mordaces y desenfadados apuntes acabaron por constituir el primer artículo del nuevo Wolfe que, junto con Rex Reed, Hunter S. Thompson y Jimmy Breslin, crearon el llamado «nuevo periodismo», en el que los periodistas pueden adoptar técnicas reservadas tradicionalmente a la ficción.
Wolfe fue un defensor a ultranza de la cultura «pop» en los años sesenta, su mejor libro de este período es Gaseosa de ácido eléctrico (1968), relato de un viaje por Estados Unidos en compañía del escritor Ken Kesey. Los primeros artículos de Wolfe fueron reunidos en La banda de la casa de la bomba y otras crónicas de la era pop.
En los setenta usó su sardónica mirada para analizar el delirante y pretencioso mundo del arte y la arquitectura. En La palabra pintada (1975) y ¿Quién teme al Bauhaus feroz? (1981) Wolfe critica las pretensiones del mundo del arte y de la arquitectura respectivamente.
En los ochenta, Wolfe dio un giro inesperado y se lanzó directamente a la ficción, eso sí, cuidadosamente reporteada y publicada por entregas.
En “La hoguera de las vanidades” confronta la cotidianeidad de los habitantes de la ciudad de Nueva York con su fascinación por la riqueza y el poder. Publicada en 1987, La hoguera de las vanidades tiene todas las marcas típicas de Wolfe: personajes desmedidos, páginas y páginas de detalles, signos de exclamación, y sobre todo, una fijación con el tema del estatus.
Sherman McCoy es un joven corredor de bolsa de gran éxito en el mundo de Wall Street. Su vida posee todo lo que cualquiera puede desear: una lujosa mansión en pleno corazón de Nueva York, un estátus social privilegiado, una guapa amante, una mujer perfecta anfitriona y una hija. ¿Qué más se puede pedir?. Pero su vida va a dar un inesperado giro de 180 grados y los fuertes cimientos que creía soportaban su existencia se hundirán bajo su pies sin entender demasiado lo que le está sucediendo. Una noche McCoy y María, su amante, se pierden por las calles del Bronx. Unos jovenes de raza negra interrumpen su camino con un neumático que bloquea la carretera. Cuando Sherman baja del coche para retirarlo, los jovenes se aproximan a él. María, movida por el pánico, pisa el acelerador del Mercedes de McCoy atropellando a uno de los chicos que quedará en coma. A partir de este momento el mundo que Sherman McCoy creía conocer le vuelve la espalda. Acusado por el “intento de asesinato” de un “pobre negro”, su mujer le abandona con su hija, pierde el lujoso piso, el trabajo, su amante y solo le queda la poderosa mano de la justicia, cercana a las elecciones, que intenta por todos los medios buscar como culpable al joven millonario para ganarse los votos de las clases sociales menos favorecidas.
El escenario de “Todo un hombre” es la ciudad de Atlanta, urbe postolímpica y ultramoderna, capital del estado de Georgia. Fiel a sus principios, antes de escribir una sola línea, el autor dedicó largos años a investigar su tema, reuniendo una documentación exhaustiva. Charlie Croker es un magnate de la propiedad inmobiliaria, ex estrella del fútbol (americano) y propietario de una plantación de 29.000 acres, cuyos empleados son todos negros. Wolfe mueve los personajes con destreza por entre los vericuetos de un audaz trazado de argumentos y subargumentos. En este inmenso laberinto, destaca, el relato protagonizado por Conrad Hensley, un humilde empleado de una de las empresas de Croker, a quien los golpes ciegos del destino llevarán primero a la prisión de Alameda County, y luego al de la filosofía estoica de Epicteto.
Pasó a los campus universitarios en “Soy Charlotte Simmons” (2004), que es la historia de una brillante estudiante universitaria que deja su contexto pueblerino en Carolina del Norte para adentrarse en Dupont en un ambiente de sexo, drogas y alcohol. Wolfe hace una radiografía brutal de la Universidad estadounidense centrando la historia en esta muchacha inteligente y trabajadora que pierde el norte al comienzo de sus estudios, rodeada por jóvenes holgazanes y salvajes, y deportistas-universitarios que eran ejemplo de la más absoluta indigencia intelectual.
A diferencia de casi todos sus compañeros y compañeras, Charlotte es virgen, no fuma, no se droga, no dice malas palabras, viste con recato y no practica otro elitismo que el que le concede su elevada capacidad intelectual. Sin embargo, es víctima de un deseo de integración y de triunfo social que acaba por arrasar no sólo con su virginidad, sino también con su propia estima. Lo que viene a partir de su caída en las garras del infame Hoyt Thorpe es el descenso hacia los infiernos de la automortificación y de la soledad, de los que renace, tras una larga y oscura travesía del desierto que contiene algunos de los momentos psicológicamente más logrados de la novela, con vigor renovado en un desenlace donde se integran todas las subtramas, pero que tal vez resulte algo rocambolesco y no del todo convincente
Wolfe volvió su mirada a la ciudad más latina de EE UU con “Bloody Miami” y para ello cuenta con un potente reparto, que incluye desde al musculoso policía cubano Néstor Camacho hasta al doctor Norman que trata a obsesos sexuales, pasando por un pretencioso profesor haitiano, y también, claro está, un joven periodista, John Smith. Wolfe se empeña en crear un hiperactivo, artificioso Miami donde “todo el mundo odia a todo el mundo”, donde el dinero, el poder y la lascivia aparecen como el único norte de los desarticulados personajes.
El protagonista de “Bloody Miami”, Néstor Camacho, el joven agente de policía, integrado y musculoso, vástago de balseros, es un personaje impecable para los propósitos de Wolfe. Vive en el barrio cubano aunque apenas habla español, tiene una novia de bandera, Magdalena, y su jefe le pide que suba por el alto mástil de un velero para arrestar a un pobre cubano mojado que ansía la libertad. El Herald, el periódico de la minoría “blanca”, lo convierte en el héroe que toda la comunidad habanera denigra y margina. Un wasp, el reportero Smith, adopta a Camacho, mientras su familia le rechaza, su novia le abandona y empieza a tener problemas con sus compañeros y jefes.
Metidos ya en harina, el narrador nos presenta al jefe y nuevo novio de Magdalena, el doctor Norman, un psiquiatra wasp adicto al porno y a esquilmar a sus pacientes con el pretexto de curar su afición malsana al sexo virtual.
Néstor se enreda en una serie de escándalos que llevan al alcalde de la ciudad a llamarlo "disturbio racial de un solo hombre" -Wolfe pasa revista de todas y cada una de las tensiones étnicas de la ciudad-, antes de asociarse con al periodista John Smith para desbaratar una banda rusa de falsificadores de arte.
Ed Topping, director del «Miami Herald», esta feliz de haber logrado la exclusiva de la historia de Camacho gracias a la habilidad de John Smith, principiante que resulta casi demasiado hábil pero que cree haber descubierto que la mayoría de las donaciones que ha hecho el millonario Korolyov al museo de arte (tantas que las autoridades han decidido darle al museo su nombre) son falsificaciones, una noticia que sería fatal para la ciudad, pero también para... Ed Topping.