Nacida en Ucrania (31 de mayo de 1948) pero criada en Bielorrusia, Svetlana Alexievich es hija de dos profesores, padre bielorruso y madre ucraniana. Se graduó en periodismo en la Universidad de Minsk. Desde sus primeros estudios ya escribía poesía y artículos para la prensa escolar. Tras graduarse en 1972 se trasladó a Biaroza, provincia de Brest, para trabajar como periodista y dando clases de historia y de lengua alemana. Durante unos años compaginó su labor periodística con la tradición familiar de la enseñanza. Pero su amor por la obra del escritor bielorruso Alés Adamóvich hizo que finalmente se decantara por las letras. En 2000 residió en París, Gotenburgo y Berlín. En 2011 regresó a Minsk. La autora está enfrentada al gobierno de su país, presidido por Alexandr Lukashenko y también al régimen de Putin.
Los progenitores de la autora acabaron dedicándose a la enseñanza en una aldea después de que, en el expediente del padre – piloto condecorado–, a punto de ingresar en el Comité Regional del Partido, apareciera un dato demoledor: recién licenciada, a la hermana de su mujer la habían destinado a Brest, poco antes de que estallara la guerra, como profesora de alemán. Reclutada por los nazis para ejercer de intérprete con los prisioneros rusos, mantuvo, al parecer, una relación con un oficial germano. Finalizada la guerra, fue detenida y deportada a Siberia como «enemiga del pueblo». Cuando el Partido lo descubrió, exigió a su padre que se separara de inmediato de su madre. Por suerte, un amigo le consiguió, en veinticuatro horas, un puesto como director de escuela en un pueblo recóndito y eso los salvó de la ruina. La tía de Aleksiévich no regresó hasta cumplir una pena de veinte años.
El escritor bielorruso Alés Adamóvich la inclinó a la literatura apoyando un nuevo género de escritura polifónica que denominó «novela colectiva». Sus textos fluctúan entre la literatura y el periodismo, usando la técnica del collage que yuxtapone testimonios individuales, con lo que consigue acercarse más a la sustancia humana de los acontecimientos. Para esto tuvo que transformarse en viajera y visitar casi toda la Unión Soviética.
Cada uno de sus libros está compuesto con fragmentos orales de personas auténticas, entrevistas, retazos de conversación, monólogos, a veces reducidos a frases aisladas, que la autora une compositivamente en un único texto. De manera que el principal recurso compositivo es el montaje, con especial atención al ritmo.
Alexiévich ha proclamado que la atrae “ese espacio minúsculo que ocupa un solo ser humano”. Le interesa la voz individual, que le permite crear una densa polifonía de sus contemporáneos en situaciones trágicas. La autora ha abordado así las consecuencias de algunos acontecimientos históricos del siglo XX en la población civil soviética.
En su trabajo han tenido una gran influencia las notas de la enfermera y autora Sofia Fedorchenko (1888-1959) sobre las experiencias de los soldados de la Primera Guerra Mundial y los informes documentales del autor bielorruso Ales Adamovich (1927-1994) sobre la Segunda Guerra Mundial que rescató casi trescientos testigos directos del genocidio perpetrado por los batallones punitivos nazis en las aldeas bielorrusas. El epítome de estas masacres fue el pueblo arrasado de Jatín, cuya población fue exterminada en la primavera de 1943.
Tres años después del final de la Segunda Guerra Mundial, Aleksiévich había nacido en un país devastado: «En los pueblos prácticamente sólo quedaban mujeres», recuerda, así como la sensación de miedo infantil ante la gran cantidad de heridos y mutilados «que la policía dispersaba brutalmente en el mercado». «A nosotros, los niños, nos gustaba jugar en la calle, pero al anochecer nos sentíamos atraídos, como por un imán, por los bancos en que se reunían, cerca de sus casas, las mujeres fatigadas. Ninguna tenía marido, padres, hermanos». Al cobijo de la noche, las mujeres relataban una guerra distinta a la que aparecía en los libros soviéticos.
Aleksiévich descubrió de manera intuitiva que eran precisas una multitud de voces para hacerse una idea, aunque fuera aproximada, de los acontecimientos. Su género consiste en recoger testimonios de diferentes capas de la sociedad y en representar nítidamente aspectos oscuros de la historia de estos trágicos hechos. Según Aleksiévich, «en este género, lo principal no es reunir hechos, sino plantear una nueva mirada sobre el acontecimiento en sí, extraer de cada personaje los detalles menos banales, sentimientos y matices nuevos. Yo lo llamo “crear una nueva filosofía del acontecimiento”».
«Me gusta el lenguaje oral, no le debe nada a nadie, fluye libremente. Todo está suelto y respira a sus anchas: la sintaxis, la entonación, los matices, y así es como se reconstruye exactamente el sentimiento. Yo rastreo el sentimiento, no el suceso, cómo se desarrollan nuestros sentimientos, no los hechos. La importancia del testimonio no es la verdad en sí misma, sino las emociones que se recuerdan y cómo se reviven. ¿Qué ocurre con los grandes acontecimientos? Quedan fijados en la Historia. En cambio, los pequeños, que sin embargo son importantes para el hombre pequeño, desaparecen sin dejar huella». «Yo escribo, reúno las briznas, las migas de la historia. Siempre me ha atraído ese espacio minúsculo, el espacio que ocupa un solo ser humano, porque, en verdad, es ahí donde ocurre todo».
Sus libros tratan la guerra contra Hitler vista por las mujeres (La guerra no tiene rostro de mujer), la catástrofe de la central nuclear (Voces de Chernóbil), el hundimiento de la Unión Soviética misma (El fin del ‘Homo sovieticus’) y en Los muchachos del zinc, la última guerra soviética, la de Afganistán (1979-1986), en la que murieron 50.000 jóvenes soviéticos y precedió en poco tiempo al hundimiento del comunismo. En Cautivos de la muerte, 1993, ofrece la visión de aquellos que no pudieron sobrevivir a la idea de la caída del régimen soviético y se suicidaron. Cada uno de ellos, como las propias historias individuales que los componen, puede leerse por separado.
La guerra no tiene rostro de mujer surge del deseo de superar el relato masculino y patriarcal de la guerra, de romper todos los tópicos con que los hombres la justifican y la alientan. Si para las mujeres, la guerra era ante todo matanza, para los niños es sinrazón, y es ése el tema que aborda en Los últimos testigos. Con una estructura más lineal que la anterior, las principales líneas de reflexión son el absurdo, la monstruosidad y el trauma.
Para escribir Últimos testigos entrevistó a mediados de los ochenta a cientos de bielorrusos que habían quedado huérfanos. En busca de sus fuentes rastreó los archivos de los orfanatos de Minsk, que al término de la Segunda Guerra Mundial habían registrado a más de 30.000 huérfanos. Gentes comunes, que rondaban los 50 años cuando les abordó la periodista bielorrusa y que aceptaron hurgar en su memoria aún dolorida en busca de la imagen del padre desaparecido en la guerra, cuando no también la madre. No es un libro fácil de leer, a veces la acumulación de dolor de aquellos niños resulta aún hoy difícil de soportar. El penúltimo de los 100 testigos que comparecen en sus páginas es un electricista que tenía dos años cuando las tropas alemanas invadieron Minsk. Su relato tiene escasas 30 líneas y se titula: ‘Estuve esperando a mi padre mucho tiempo. Toda la vida’. Una peluquera que tenía ocho años perdió a sus padres en un bombardeo: “Ya he cumplido 51 años, tengo mis propios hijos, y, sin embargo, todavía sigo queriendo que venga mamá”.
En medio de la catástrofe bélica, que tiene su representación más recurrente en las bombas que caen del cielo, en los aviones que siembran los pueblos de fuego, está el recuerdo de una hambruna permanente, de carácter bíblico: “En la cazuela no quedaba ni el olor a comida, hasta el olor lo habíamos lamido”; “nos convertimos en rumiantes, en primavera ni un solo árbol conseguía echar brotes en un radio de varios kilómetros alrededor del orfanato”; “en todas las casas había un puchero con caldo de ortigas”. Pero en medio de los relatos más sombríos y de una desolación constante surgen ocasionalmente ingenuos chispazos infantiles que provocan una sonrisa. Cuarenta años después de la tragedia, la periodista bielorrusa ha sabido activar en aquellos huérfanos algunas zonas mágicas de la memoria que sobrevivieron a la hecatombe.
En Los muchachos de zinc, también aborda la guerra, pero en esta ocasión se enfrenta a un conflicto bélico, el ruso-afgano, que la autora puede presenciar, aunque brevemente, en persona. Los ataúdes de zinc a que se alude en el título son los féretros en que transportaban los restos de los soldados soviéticos muertos en Afganistán. Esas cajas herméticamente cerradas en las que eran entregados a sus familias, constreñidas a no ver por última vez los cadáveres de sus seres queridos, se convierten en una potente imagen, y símbolo, de una verdad oculta: las razones de este conflicto no se entendían entre la población soviética, y menos aún qué necesidad había de él cuando la Unión Soviética era ya un gigante con los pies de barro a punto de dar el último traspié; además, una gran parte de soldados se sentían poco motivados e implicados en esa guerra, lo que se traducía en numerosas deserciones.
La cúpula política del Kremlin no supo interpretar que la situación en Afganistán –país teóricamente neutral, pero muy cercano a la influencia de Moscú desde el final de la Segunda Guerra Mundial– no se resolvería sacando los tanques a la calle, como en Berlín en 1953, en Budapest en 1956 o en Praga en 1968. Y, fiel a su modus operandi, envió a un contingente de soldados relativamente pequeño, formado por jóvenes reservistas mal equipados, y peor entrenados, que, más que luchar por ideales, se vieron forzados a hacerlo por instinto de pura supervivencia: se encontraron en un país extranjero que, lejos de considerarlos un ejército liberador, como el de sus abuelos, los tenía por invasores.
La sociedad afgana estaba dominada por una animadversión creciente contra el Gobierno filosoviético del Partido Democrático Popular de Afganistán a causa de las reformas radicales que éste quería implantar en el país, ignorando su estructura tradicional, anclada en el feudalismo, profundamente religiosa y eminentemente rural, así como el sentimiento inquebrantable de lealtad hacia la familia y el clan. Y esta hostilidad se intentó liquidar por parte de los soviéticos con sus medios habituales, aunque, como ya dijo Alejandro Magno, Afganistán se puede ocupar, pero nunca conquistar. Persas, mongoles, británicos, soviéticos, estadounidenses: todos ellos han probado en su momento la inmensa capacidad de resistencia de este pueblo y el desastre militar al cual conduce inexorablemente en una tierra que es un auténtico «cementerio de imperios».
El conflicto afgano-soviético atizó el avispero del yihadismo, con la connivencia de otros países fronterizos y la ayuda de potencias mundiales.
Los jóvenes soldados, con una preparación precaria de tres meses antes de entrar en combate, lucharon, escépticos, en una guerra asimétrica, sin frentes definidos, que impusieron las guerrillas de muyahidines, conocedoras del terreno, inmunes a las adversidades del medio y entregadas devotamente a su causa.
Los soviéticos, en una sangría constante de hombres y de recursos, sólo consiguieron controlar una quinta parte del territorio, lo que provocó un éxodo masivo de afganos de un país en ruinas: la única táctica que resultó eficaz para los soviéticos, a fin de no verse sometidos a los ataques selectivos de los muyahidines, fue seguir una política de tierra quemada, es decir, arrasar pueblos, cultivos, árboles, canales y todo aquello que pudiera servir de escondite a los rebeldes afganos. En este libro cuenta: "Una joven afgana con un niño en brazos. Me acerco a ella y tiendo un oso de peluche al pequeño, que lo agarra con los dientes. Pregunto a la madre por qué lo hace. La madre levanta la manta en la que su hijo va envuelto y veo un pequeño torso sin brazos ni piernas. 'Eso es lo que han hecho tus rusos", me responde. A su lado, un capitán soviético me explica: 'Esta mujer no entiende que les hemos traído el socialismo'.
El fin del «Homo sovieticus», el protagonismo recae en el Homo sovieticus, así como en el cataclismo de sus sueños rotos. Es un singular tipo de hombre, un personaje trágico. Fue el sociólogo, filósofo y novelista emigrado ruso Aleksandr Zinóviev quien acuñó esta expresión sarcástica en una novela homónima publicada en 1982. En el libro vertía una crítica acerada y demoledora contra la política estatal soviética. Además, hacía observaciones críticas a las descripciones de Trotski sobre «el hombre del futuro». A grandes rasgos, el Homo sovieticus era un individuo indiferente al trabajo –ilustrado en el chiste soviético «nosotros simulamos que trabajamos, y ellos simulan que nos pagan»–, carente de iniciativa y espíritu crítico, sumiso a todas las directrices del Estado, aislado de la cultura mundial al no poder viajar ni leer textos extranjeros, y un oportunista camaleónico que se adaptaba a todas las circunstancias. Zinóviev, por tanto, subvierte el arquetipo de Trotski: en lugar del hombre que se sacrifica en aras de la sociedad, tenemos un parásito que vive a costa del Estado sin prestarle ningún servicio.
Svetlana Aleksiévich no juzga, no evalúa. Quienes la critican (sin haberla leído, sospecho) la pinta como una antirrusa y anticomunista furibunda, y sus libros como panfletos. Cualquiera que lea El fin del 'homo soviéticus' se dará cuenta de que esto no es así en absoluto. Lo que compone es una imagen compleja de un territorio y un tiempo en el que el pasado es terrible (la guerra, las purgas soviéticas, las delaciones entre vecinos) pero el presente no ha cumplido tampoco las esperanzas creadas y ha dado paso a una jungla en la que los fuertes y los corruptos vencen, y los débiles son aplastados.
En 1997 publicó Voces de Chernóbil, libro en el que la autora se sirve de numerosas entrevistas para mostrar el alcance del desastre de la central nuclear en 1986. Alexievich teje cuarenta monólogos desolados de otros tantos protagonistas que ofrecen toda una lección de periodismo. Un joven bombero que se despide de su esposa para dirigirse a la central en llamas con un "vendré pronto" y no puede cumplir su promesa, un viejo que espera y espera en la zona cero del desastre a donde nadie regresa, un escritor que ve cómo a su mujer y su hija se les llena el cuerpo de manchas negras (la pequeña moriría más tarde).
En Cautivados por la muerte (1993) figuran personas que se suicidan porque su vida ha perdido sentido después de un cambio drástico de clase social. Alexiyévich explica la abundancia de suicidas refiriéndose a la incapacidad de los ciudadanos rojos de reconciliarse con la pérdida del gran proyecto que supuso la URSS y de pasar de la “gran historia” a la “existencia individual”. Por ejemplo, la vecina de un jubilado que se quemó vivo nos relata su historia, su sufrimiento, las privaciones, el miedo durante la época estalinista. La mujer se pregunta dónde está el resultado de tanto trabajo, la promesa de que un día vivirían mejor, qué había que aguantar y esperar.
Su último libro publicado es Tiempo de segunda mano (2014). El libro vuelve a centrarse en la que sea quizá la principal obsesión literaria y periodística de la autora: el fin del “homo sovieticus”. En esta ocasión ha querido dar voz a quienes sobrevivieron, pero, según promete el título, se convirtieron en “personas de segunda mano”. Para la autora, los rusos no estuvieron en su momento preparados para afrontar con garantías la revolución bolchevique: de ahí su fracaso y la deriva totalitaria; pero tampoco estuvieron preparados para el reto que supuso la perestroika de Gorbachov ni para la caída del régimen, la posterior disolución de la URSS y la llegada de una tibia y deficiente democracia. Alexiévich habla de la escasa experiencia democrática y de libertad que han tenido los rusos y cómo esa carencia marca el actual derrotero de la política rusa del presidente Putin.