domingo, 28 de mayo de 2017

El sabor de la cereza de Abbas Kiarostami


Un hombre viaja en su auto por las afueras de la ciudad. Está ansioso, nervioso, casi irritable. Por todas partes ofrece un trabajo, pero todos le rehúyen, aun antes de escuchar en qué consiste su oferta. Un soldadito sube, apurado por volver al cuartel. Con ese muchacho, el hombre es más preciso (a esa altura, sin que haya pasado nada, sólo por el rostro del hombre, por la aridez del paisaje, y por el ruido del motor, y de las ruedas sobre el pedregullo, también nosotros estamos nerviosos).

Lo que este hombre quiere, es que le echen tierra cuando lo vean muerto. Como se sabe, los musulmanes deben ser enterrados cuanto antes. Pero es que este hombre se piensa matar, y eso, también se sabe, es un pecado, y un delito contra sí mismo. ¿Quién querría hacerse cómplice? ¿Cómo podría permitirle el suicidio, y con qué autoridad, o con qué argumentos, se lo podría impedir? Él le pide ayuda al soldadito, que huye espantado. Luego a un seminarista, que no logra disuadirlo con razones teológicas. Y por fin a un viejo, que acepta el encargo sin mayores vueltas. De paso, se hace llevar hasta la puerta del Museo de Historia Natural, donde trabaja como taxidermista. Él también, alguna vez, pensó en matarse. Y, mientras viajan, le cuenta su experiencia…

Esa es la escena clave, y una de las más risueñas y hermosas que hayamos visto en los últimos tiempos. Sin embargo, la película no termina ahí. Al director le cabían otras preguntas. ¿Cómo contar su historia, sin que pareciera moralina fácil? ¿Y cómo respetar además las razones y la decisión del otro, y presentar una realidad, sin ofender a la censura iraní? La obra tiene un final abierto, una vuelta de tuerca registrada en video, como diciendo recuerden que es sólo una película. De todos modos, la censura puso sus lógicos reparos, que solamente levantó, aunque no del todo, ante la repercusión mundial en Cannes. Sencillez, humanidad, originalidad, intensidad, fueron los términos que la prensa de todas partes utilizó en sus elogios. El propio Akira Kurosawa lo respaldó, publicando palabras muy sentidas: Cuando Satyajit Ray murió, yo estaba muy deprimido. Pero luego de ver los films de Kiarostami, agradezco a Dios por habernos dado a la persona justa para ocupar su lugar.

Satyajit Ray, se recuerda, es el hindú que en los 50 hizo Aparajito, Pater Panchali, y El mundo de Apu, tres historias neorrealistas de gran ternura, de mucha y profunda sencillez, con gran respeto a los personajes y a sus situaciones, y de una emoción siempre contenida. Hizo muchas otras películas, a veces más convencionales, pero siempre atentas a los sentimientos, y al pudor con que deben mostrarse los sentimientos. Tanto él como Kiarostami son comparados con Vittorio De Sica, el de Ladrones de bicicletas y Umberto D, en esas virtudes y en el empleo de actores no-profesionales, sean simples vocacionales o gente de la calle. El protagonista de El sabor de la cereza, por ejemplo, es arquitecto, y el viejo es un empleado de museo. Yo no los dirijo, los observo. Ellos mismos tienen que encontrar su personaje y apropiarse de los diálogos, dice el realizador.

Kiarostami también es comparado con Eric Rohmer, por sus historias morales, y hasta con Jacques Tati, el humorista de Mi tío. Esto último sólo se le puede ocurrir a los franceses, pero tiene su explicación. Como Tati, Kiarostami sabe usar los planos generales, no para mostrar simplemente el paisaje, sino para revelar momentos claves desde lejos, sin entrometernos en la vida de la gente, manteniéndonos a una necesaria, discreta y afectuosa distancia. Recuérdese, por ejemplo, el sorprendente final de Bajo los olivos, donde está todo dicho, y hasta participamos de la alegría del protagonista, sin necesidad de asomarnos al momento en que la chica de sus sueños le da el sí (o acaso fue un puede ser, nunca lo sabremos…).

Pero en otras cosas Kiarostami difícilmente resulte comparable. Por ejemplo, en su llamativo e impactante manejo de la voz fuera de campo, o voz en off. El corto incluido en Lumière y compañía es, simplemente, la vista cenital, en plano fijo, de una sartén. Alguien echa aceite, y fríe dos huevos. Suena el teléfono. Por el contestador se oye la voz de una mujer angustiada, acaso un viejo amor, quizá un romance que se ha roto unilateralmente, quién sabe. “¿Estás ahí? Necesito hablarte. Por favor, estaré esperando tu contestación toda la tarde, etc. Mientras, sólo se ven los dos huevos friéndose. Fin de la llamada. Se retira la sartén del fuego, se apaga la hornalla. En menos de un minuto, con los mínimos elementos, definió dos personajes, un conflicto, y nos contó una historia, a la que además podemos enriquecer con nuestra propia imaginación. ¿Quién estaría cocinando? ¿La persona que debía recibir el llamado, o quizá alguien que ya está reemplazando a la que llama? ¿O tal vez las cosas sean de otro modo?

Kiarostami llama la atención acerca de quién habla, y a quién. Y es notable también en sus viajes. Todas sus películas se desarrollan en tránsito, siempre alguien va conduciendo un vehículo, hacia algún lado, y levanta pasajeros que son gente común, de las afueras, pero no tan común a poco que se habla con ellas, y se descubre su mundo interior. No son simples road-movies con figuras pintorescas. Los pasajeros de El sabor de la cereza, el mismo Kiarostami lo confirma, son diferentes facetas del mismo protagonista. El primer personaje simboliza su juventud. El segundo, su apego a la religión y la influencia que ésta aún ejerce sobre él (y es inteligente que haya puesto un seminarista todavía indeciso e inexperto, que alienta más preguntas, en vez de dar confortables respuestas). La última persona es aquella que está más ligada a la vida. El hombre debe tomar conciencia de los pequeños placeres de lo cotidiano y la importancia que tienen en nuestras vidas, ellas hacen que estemos vivos. Y agrega, sobre el trayecto metafórico del personaje: Un movimiento tiene un significado si va de un punto a otro. Girar en redondo, volver al punto de partida, ésa es la muerte.
Fuente: Revista Criterio

sábado, 27 de mayo de 2017

Quadrophenia de Franc Roddam (1979)


El nacimiento de dos sectas juveniles rivales (los "mods" y los "rockers") tiene consecuencias devastadoras. Para Jimmy y sus compinches, una pandilla bien trajeada, adicta a las pastillas y siempre a lomos de sus scooters, ser un mod es una forma de vida, es pertenecer a su generación. La cuadrilla de Jimmy se va a Brighton, dispuesta a vivir una salvaje aventura de drogas, emociones y batallas campales contra los rockers.

La historia que se cuenta en Quadrophenia es la historia de Jimmy Cooper, un joven londinense de clase obrera que, a través del prisma de su rabia adolescente, cree vivir una vida vacía y sin futuro contra la que decide rebelarse. Se ve atrapado en un trabajo mediocre que no le satisface, tiene problemas para relacionarse, detesta a sus padres y a su hermana y no soporta regresar cada noche al domicilio familiar, donde no es nadie. Por las tardes, arropado por los demás miembros de su pandilla, se siente especial.

El relato se ubica en el año 1964, en pleno auge del movimiento mod, al que Jimmy y sus amigos se aferran como el único suelo firme que conocen. Hay en todo ello cierta herencia de los estereotipos beatnik y, al mismo tiempo, se empieza a respirar un ambiente protopunk, muy pegado a la realidad del «no future» de la juventud británica de mediados de los años setenta. Su actitud pesimista y de desarraigo vital, su sentimiento de pertenencia a la manada, su atávica rivalidad con los rockers y las consecuentes peleas callejeras, su especial querencia por determinados estilos de música como el modern jazz, el R&B, el soul o el ska jamaicano, el consumo de anfetaminas y su marcados patrones estéticos constituyen, en el caso de Jimmy, una suerte de patria.

Sin embargo, algo no termina de encajar. Su carácter rebelde no basta para calmar algunas de sus inquietudes, que por momentos parecen oscilar entre cuatro puntos cardinales diferentes. No solo hay un Jimmy Cooper dentro de casa y otro Jimmy Cooper en la calle. El desdoblamiento es mayor. Y el motivo es que el personaje fue creado para padecer algo similar a una cuádruple personalidad. Hay cuatro clases de Jimmy Cooper. Un hecho que se refleja en diferentes partes de la historia, sobre todo en lo que se refiere a las diferentes reacciones del protagonista, pero especialmente en cuatro canciones que representan y definen cada uno de sus caracteres, «Helpless Dancer», «Bell Boy», «Doctor Jimmy» y «Love, Reign o’er Me.

Cuando Pete Townshend comenzó a escribir Quadrophenia, un álbum que constituiría su segunda ópera rock después de Tommy, tenía en mente que los protagonistas del relato fuesen los propios miembros de The Who. Sin embargo, al comentar la idea con Jack Lyons, uno de los principales seguidores de la banda, este sugirió a Pete que tal vez el protagonista podría ser un fan del grupo. Fue entonces cuando Townshend decidió escribir sobre un seguidor de The Who cuyas cuatro personalidades se correspondiesen con las de los cuatro integrantes de la banda. Es decir, The Who contarían la historia de un seguidor de The Who que, a su vez, representaría a los propios miembros de The Who.

Por eso cada una de las cuatro canciones que reflejan en Quadrophenia la personalidad de Jimmy son, en realidad, canciones que hablan del carácter y la forma de ser de Roger Daltrey, Keith Moon, John Entwistle y Pete Townshend.

Jimmy es un personaje que tiene cuatro caras. Una de ellas es la violenta y agresiva. La segunda tiene algo de romántico y tierno. La tercera es alocada y despreocupada, mientras que la cuarta y última es la más inquieta, la de un joven que se hace preguntas y busca respuestas. Cada una de estas caras está representada por un miembro del grupo.

Jimmy ha entrado en una espiral autodestructiva y no encuentra su lugar. Sus padres lo han echado de casa, ha abandonado el trabajo, su novia lo ha dejado por su mejor amigo, se ha gastado todo el dinero que le quedaba en drogas y ha destrozado su scooter en un accidente de tráfico. Decide regresar a Brighton en busca de la única referencia que le queda, Ace Face, el líder de su cuadrilla de mods, pero allí descubre que, como le sucedía a él mismo, ese personaje solo existe dentro de la manada. El resto del tiempo es el botones de un hotel. Todo su mundo se ha venido definitivamente abajo. Ya no sabe qué es real y qué no lo es.

 Así que roba la moto de Ace Face y conduce hasta los acantilados de Beachy Head dispuesto a terminar con sus propios demonios. Durante el proceso, observamos cómo afluyen las cuatro personalidades de Jimmy. El tipo peligroso que roba una scooter a plena luz del día, el temerario que recorre el borde del acantilado, el romántico que se detiene frente al océano y pierde su mirada en el horizonte y, por fin, el chico asustado que se pregunta quién es. Hasta que Jimmy reacciona y grita «¡Yo!», respondiendo tal vez a la pregunta sobre su verdadera identidad.

Es entonces cuando toma carrerilla con la moto, se coloca frente al acantilado y todo aquello que continuamente parecía estar a punto de suceder, por fin sucede. Desde un plano contrapicado, la scooter de Ace Face y todo lo que representa, la propia vida anterior de Jimmy, su trabajo, su familia, su grupo de mods, las anfetaminas y sus cuatro personalidades, son lanzadas al precipicio y destrozadas contra las rocas, donde el pasado permanecerá para siempre hecho añicos.

Solo volvemos a ver a Jimmy una vez más, y es al principio de la película. En la primera escena, que, cronológicamente, es la última. Aparece caminando hacia nosotros, con el acantilado al fondo y la actitud de quien comienza de nuevo. A sus espaldas ya no queda nada, salvo la vacía inmensidad del mar.
Fuente: Jotdown

jueves, 25 de mayo de 2017

Verdad y mentira en la política de Hannah Arendt

En «De civitate Dei», Agustín de Hipona se preguntaba qué distingue al Estado de «una banda de ladrones a gran escala» si no es un sentido de la justicia y del Derecho. Muchos siglos más tarde, la filósofa alemana Hannah Arendt se planteó cuestiones similares en »Verdad y mentira en la política». El volumen reúne dos ensayos que se vertebran en torno a la peliaguda relación entre verdad y mentira en el uso del poder. Arendt sabe que, hoy como ayer, «el hombre que dice la verdad pone su vida en peligro»; pero tampoco ignora que una política desligada de la verdad se corrompe desde dentro y termina convirtiendo al Estado en una maquinaria que destruye el Derecho.

Hannah Arendt piensa sobre todo en los efectos perversos de los totalitarismos del siglo XX, aunque en realidad su crítica resulta inseparable del ámbito de la política y del poder concebidos en su totalidad. La filósofa distingue entre una verdad puramente racional y otra que se corresponde con los hechos: la denominada «verdad factual», que incide directamente en la política al relacionarse con la opinión. 

«Los hechos y las opiniones -subraya Arendt-, aunque deben mantenerse separados, no son antagónicos; pertenecen al mismo campo. Los hechos dan forma a las opiniones, y las opiniones, inspiradas por pasiones e intereses diversos, pueden divergir ampliamente y aun así ser legítimas mientras respeten la verdad factual. La libertad de opinión es una farsa si no se garantiza la información objetiva y no se aceptan los hechos mismos». El correcto funcionamiento de la democracia exige proteger la verdad de los hechos frente a la fuerza persuasiva de la falsedad y la intoxicación.

Si el primero de los ensayos del libro reivindica el valor de la verdad en política, el segundo se centra en el impacto de la mentira sobre el cuerpo social. Las variantes modernas de la mentira, por supuesto, son múltiples, pero Arendt se centra especialmente en dos: las que surgen como consecuencia del trabajo de los profesionales de la relaciones públicas -y que, en el fondo, responden a una concepción meramente publicitaria de la democracia-; y, por otro lado, las que construyen a diario los llamados «expertos».

Es a estos -profesores universitarios, altos funcionarios, analistas de «think tanks»- a los que la filósofa alemana acusa de caer en una especie de arrogancia fatal que los conduce a confundir la verdad con sus intereses ideológicos y la realidad con el amor por la abstracción. Y asimismo les recrimina otra presunción aún peor: la de querer amoldar el mundo a la teoría, lo posible a lo utópico, los hechos a las creencias. Al final, como un correlato lógico, el poder pretende apropiarse de la conciencia de los hombres: no sólo de nuestro presente o del futuro, sino también del pasado, que debe reescribirse continuamente.

La libertad se anuda al desenmascaramiento de la mentira. Las verdades factuales pueden ser -y de hecho son- frágiles, pero el engaño termina retrocediendo siempre ante la realidad. De modo que la única garantía que tiene una democracia para perdurar pasa por reconocer su vinculación necesaria con la verdad y con la libertad. Lo contrario convierte a los Estados y a los gobiernos en poco más que una banda de malhechores.

domingo, 21 de mayo de 2017

Jean-Paul Sartre


Desde una edad temprana, Jean-Paul Sartre mostró un profundo interés intelectual y político, íntimamente ligado a su entorno y a la ausencia de una figura paterna –su padre murió cuando tenía sólo meses de nacido–, lo cual configuró, tal como lo mencionara el propio autor muchos años después, su necesidad imperiosa de confrontar a la autoridad. Su madre, por el contrario, fue una mujer que dedicó su vida a proteger al que fuera su cría, a costa de cualquier contrariedad.
No es descabellado pensar que, debido a su trato en la infancia, el futuro filósofo mostrara una gran autoestima a pesar del estrabismo que el glaucoma le propició en sus primeros años. Este bienaventurado ego y las clases de gramática que su posterior padrastro le impartiría, son algunas razones posibles de su interés hacia el estudio de la filosofía.

Tal como lo constataron por mucho tiempo sus compañeros en la École Normale Supérieur, su alma mater, la fealdad de Sartre desaparecía una vez que comenzaba a hablar. La seguridad que mostraba a la par de su desperfecto físico y visual era prominente cuando se trataba de entablar conversaciones dentro y fuera de la academia, pero sobre todo en los bares bohemios, donde conoció a su futura compañera de vida, Simone de Beauvoir, la mujer que dejaría una huella imborrable en su obra.
Esta forma peculiar de ser, de mostrarse ante sus contemporáneos, es probablemente lo que delimitó su trayectoria como filósofo y escritor, si bien es mucho más reconocido por lo primero. Y es que sólo basta ajustar el telescopio, acercarse un poco a la totalidad de su pensamiento, para descubrir la riqueza que habita en sus palabras, ese cúmulo de pulsiones e ideas que lo llevaron, de alguna manera, a vivir al límite sus preceptos.

El estudio que hizo Sartre de Husserl y su llamada fenomenología le permitió abrirse un nuevo panorama ante sus propias teorías y significó, a muy corto plazo, una profunda influencia en su pensamiento. Husserl, a diferencia de Kierkegaard, pretendía hacer de la filosofía una ciencia exacta y para ello sentó la base del pensamiento filosófico en la inmediatez de la realidad, es decir, en tal como ésta se presenta ante nuestra experiencia, realizando un análisis de la “materia prima” y sin previas suposiciones: lidiar directamente con el fenómeno básico o bruto de nuestras propias experiencias. Esta es la fenomenología de la que Sartre se preñó para estructurar su existencialismo. Pero el pensador francés llevó la teoría aún más lejos con la finalidad de desplazar la filosofía a un plano más “real”, es decir, a la vida común.
Para Sartre hay un rotundo predominio de la existencia sobre la esencia; ésta se manifiesta en lo contingente, un concepto que más adelante se volvería la piedra de toque de su teoría filosófica. El hombre no es nada más que contingencia, las cosas enmudecen en el “en sí”; no hay concepción divina ni concepción previa, se está ahí, en el mundo. La libertad es, por tanto, un hecho, no algo de lo que el hombre puede apropiarse o un medio para servirse; ésta se deriva del hecho de existir. Es por ello que el hombre escapa de todo determinismo, es un “estar ahí” que sabe que está, el símbolo más genuino del devenir como conciencia.

“El hombre es primeramente y luego es esto o lo otro”. Tal como afirma el propio Sartre, la existencia es, primordialmente, conciencia de sí. De tal modo, somos un constante “siendo” (el Dasein, en palabras de Heidegger), un para sí pero también para el otro, objeto de observación y despojo del mundo.
Con esto en mente, Sartre se aventura al sinuoso mundo del existencialismo y para ello se sirve de uno de los recursos que mejor le acomodan: la escritura. Pero la pluma no era sólo una forma de expresar el mundo, era su forma de entenderlo y eso es lo que intenta plasmar en sus obras de carácter literario. La narrativa de Sartre es la narrativa del hombre, del filósofo y del ser pensante.

La relación entre el pensamiento de Sartre y su narrativa es entrañable. Sin su concepción de la libertad, de la contingencia y de la conciencia sería imposible imaginar su literatura. Como buen amante de las letras, los textos literarios del Sartre existencialista –sobre todo sus novelas de la madurez temprana– son ilustraciones a posteriori de su obra filosófica.
En su faceta literaria, el filósofo francés repensó una y otra vez conceptos como la libertad y la historia, y formuló un replanteamiento de la realidad humana a partir de la conciencia del mundo. A la edad de 33 años, en 1931, Sartre inició el boceto de la novela que más tarde se convertiría en su obra más solicitada.

Primero plasmada como una serie de ideas inconexas, La náusea es escrita por un Sartre ambicioso que anhelaba mostrar al mundo su más reciente hallazgo: el existencialismo. A pesar de lo que muchos hubieran pensado, la novela fue bien recibida por los lectores y la crítica de la época.
La náusea es el trabajo introductorio de Sartre y tal vez su novela mejor lograda. Lo que bien podríamos denominar una novela paródica, se nos presenta como un monólogo en forma de diario en el que Antoine Roquentin, personaje principal, nos relata parte de su patético andar por el mundo. Este peculiar antihéroe que descubre de súbito la existencia, no cambia ni se desarrolla de una manera particular al paso de las páginas, lo que en verdad cambia es su percepción de la realidad, esa conciencia de “estar” de la que tanto hablaba Sartre. Es así, entonces, que la náusea se vuelve una característica intrínseca del personaje y juega un papel crucial en la obra.

La náusea de Roquentin alude a lo vago, a lo indeterminado, porque somos seres contingentes; la realidad, en este sentido, es viscosa y obscena, como ocurre en la metáfora del castaño que se menciona en la novela: la raíz de un castaño pierde su nominación ante los ojos de Roquentin, y al perderla se vuelve un objeto burdo y sin sentido, un ser abstracto moldeado en la pura existencia, como todo lo demás.
La idea de contingencia, de lo indeterminado, hace del mundo un vacío insondable, pero existente; el fantasma de lo absurdo habita en todo lo que existe y Sartre lo borda, paso a paso, con el telar de sus palabras. La náusea, en este contexto, es una novela existencial en el sentido etimológico de la palabra (lat. existere; lo que aparece).

Sartre no pretende hacer una apología del absurdo sino despojarse de los valores caducos para acceder al grado más puro de la existencia, en donde todo es posible. Pese a que en la novela hay tintes políticos sin delimitar y una profunda crítica a la clase burguesa, La náusea permite, a fin de cuentas, replantear los valores y repensar nuestra relación con el mundo.
Un año después de publicar La náusea, Jean-Paul Sartre escribe El muro, considerada por muchos un epílogo de la misma, como consecuencia del impacto que tuvo ante la guerra. Se trata de un relato centrado en el tema de la muerte que da título a otra compilación de historias: La cámara, Eróstrato, Intimidad y La infancia de un jefe. A tan sólo diez meses de la publicación de La náusea, Sartre ya estaba preparando el terreno para su futura obra filosófica con una serie de relatos que giran también en torno a la locura, el deseo, el absurdo, la sexualidad y el antisemitismo.

En El muro, Sartre pone en cuestión la crisis política y cultural que le arropaba, tal como en su obra anterior, pero esta vez de manera mucho más asertiva. El texto muestra una fuerte referencia a la crítica y al incesante interés del autor por la historia y la política. Pero el meollo de todo gira en torno a algo mucho más crucial; mientras que en La náusea Sartre trata de develar qué es la existencia, en El muro propone que rehuir de ella es también una manera de existir. Revelarse contra la existencia implica politizar nuestros actos, confrontar al mundo tras haberlo contemplado. Éste es el eje central que conecta cada relato a lo largo del texto.
La metáfora del muro es el valor inquebrantable. Los muros que no podemos romper son siempre el de la existencia y el deseo (muro filosófico y moral); pero “la existencia es algo lleno de lo que el hombre no puede desertar”. El muro es ese concreto en que la conciencia encuentra su imposibilidad, es por esta razón que cada uno de los personajes en los cinco relatos se confronta con situaciones limitantes o aparentemente inalterables.

El muro separa la existencia de lo que realmente podría ser, representa todo aquello que alude a un obstáculo: el muro material en la historia de Pablo, el muro simbólico de la locura de Pierre, el muro de niebla de Luciano Fleurier. Cada uno de los relatos sugiere la idea de un muro impenetrable, inabarcable y, algunas veces, fortuito; un muro que “hace que la existencia sea vivida como una petrificación contra la que la conciencia lucha con falsos pretextos”.
Además de consolidar el existencialismo de Sartre, El muro abre paso a su siguiente texto filosófico, El ser y la nada, y a su posterior trabajo literario, Los caminos de la libertad, donde termina de consolidarse como novelista. De igual manera que La náusea, El muro marcó una pauta hacia la nueva literatura francesa: la búsqueda de enlazar la técnica narrativa con una moral y una metafísica.

Ambas obras son, indudablemente, un factor determinante en la vida y obra del autor; dos vestigios de su perpetua genialidad y del espíritu libre de este solitario, elocuente y desmesurado ser, que vivía de acuerdo a sus preceptos filosóficos.

Rodolfo Walsh, la pluma y la pistola


Rodolfo Walsh era un solvente escritor de novelas policiales cuando en diciembre de 1956 alguien le soltó una frase que cambiaría su carrera: «Hay un fusilado que vive». La escuchó en el café donde solía jugar al ajedrez. El comentario no era del todo correcto. Del primer fusilado se pasó a un segundo, luego a un tercero… Y resultó que había siete fusilados que vivían. Walsh, de cuna conservadora y católica, se sumergió entonces en una minuciosa investigación sobre los fusilamientos perpetrados durante la sublevación del general Valle en junio de 1956. El resultado fue Operación Masacre, obra de culto del periodismo de denuncia. Veinte años después de su publicación, Walsh se convertiría en objetivo prioritario del régimen cívico-militar que tomó el poder en 1976. Oficial primero de la organización armada Montoneros bajo los alias de Esteban y Neurus, el escritor estaba decidido a llevar hasta sus últimas consecuencias su compromiso con la lucha revolucionaria. Cuando cayó en una emboscada de un «grupo de tareas» de la dictadura, en marzo de 1977, llevaba un maletín donde horas antes había guardado para su distribución varias copias de su testamento literario, la Carta abierta de un escritor a la Junta Militar. Llevaba también, ajustado a la ingle, un revólver que usaría antes de ser acribillado en una esquina de Buenos Aires.
Walsh fue uno de los precursores de una nueva manera de contar la realidad. Operación Masacre se publicó por entregas entre enero y junio de 1957, primero en el periódico Revolución Nacional y luego en la revista Mayoría. Es decir, casi una década antes de que irrumpiera en Estados Unidos la saga de periodistas y escritores del denominado new journalism.

La autodenominada Revolución Libertadora que derrocó a Juan Domingo Perón en septiembre de 1955 no solo forzó el exilio del general; proscribió el peronismo y llenó las cárceles de presos políticos. Meses después, algunos oficiales descontentos con el nuevo régimen se confabularon para tomar el poder. La fecha elegida para la sublevación del general Juan José Valle (al mando de los conspiradores) fue el 9 de junio de 1956. Esa misma noche, Walsh, que todavía no ha cumplido los treinta años, juega plácidamente al ajedrez en un café de La Plata cuando los tiros alteran a la parroquia del local. Su ciudad ha sido uno de los focos de la sublevación. Y de camino a su casa se topa con muertos y balaceras. Pero esos incidentes que observa en primera persona no serán los que le muevan a escribir la historia de la Operación Masacre, aunque su recuerdo se activará enseguida cuando escuche esa voz seis meses después en el mismo café: Hay un fusilado que vive.
Juan Carlos Livraga se llama el fusilado que vive. Tiene la mejilla y la garganta perforadas. Cuando Walsh lo localiza, todavía no sabe que son en realidad siete los «resucitados». Son los supervivientes de los fusilamientos que el régimen del general Aramburu perpetró en la localidad bonaerense de José León Suárez. Son los muertos vivientes de una operación que se llevó por delante las vidas de cinco civiles, totalmente ajenos a la sublevación de Valle aquel fatídico 9 de junio de 1956. Con la ayuda de la joven reportera Enriqueta Muñiz, Walsh va recabando documentación en los juzgados y las comisarías de la provincia de Buenos Aires. Y reconstruye con la paciencia de un entomólogo toda la trama de la Operación Masacre. Primero nos presenta a las víctimas de esa trama, trabajadores del barrio de Florida, en el partido bonaerense de Vicente López. Y acto seguido nos relata los hechos del 9 de junio con una prosa vertiginosa, ágil, lapidaria: la sorprendente detención, la angustia de los trabajadores, el traslado al basurero de José León Suárez, la displicencia de los policías, el grotesco y chapucero fusilamiento, y cómo siete de los doce detenidos logran escapar amparados por la noche o haciéndose pasar por muertos (a Livraga le darán varios tiros a bocajarro y ninguno lo matará).

Nadie hasta entonces había reparado en esas víctimas que dejó la represión. Orquestado por varios militares opuestos al régimen de Pedro Eugenio Aramburu, la sublevación no había contado con el apoyo de Perón (por entonces exiliado en Panamá). Oficialmente, la rebelión, sofocada en cuestión de horas, dejó una treintena de muertos entre militares y civiles. Cuando Walsh apenas comenzaba a tirar del hilo, pensó que debía apurarse para publicar la historia antes de que los grandes medios enviaran una legión de reporteros. No ocurrió nada de eso, como anotaría más tarde en la introducción a la segunda edición del libro:
Es que uno llega a creer en las novelas policiales que ha leído o escrito, y piensa que una historia así, con un muerto que habla, se la van a pelear en las redacciones, piensa que está corriendo una carrera contra el tiempo, que en cualquier momento un diario grande va a mandar una docena de reporteros y fotógrafos como en las películas. Es cosa de reírse, a siete años de distancia, porque se pueden revisar las colecciones de diarios, y esta historia no existió ni existe. Nadie quería asomarse en 1957 al agujero negro de la represión.

Descendiente de irlandeses, Rodolfo Jorge Walsh nació en Lamarque, en la provincia de Río Negro, el 9 de enero de 1927. Tras recibir una educación religiosa, a los catorce años se instala en Buenos Aires y trabaja desde muy joven en lo que le sale al paso, desde limpiar cristales hasta vender antigüedades. Un trabajo como corrector y traductor en la editorial Hachette lo conecta con el periodismo y comienza a colaborar en las revistas Leoplán, Panorama y Vea y Lea. Con apenas veintiséis años publica su primer libro de cuentos, Variaciones en rojo (1953), y a renglón seguido Diez cuentos policiales argentinos y Antología del cuento extraño. En esa época, mediados de los años cincuenta, Walsh vivía casi alejado de la política activa. Había coqueteado de adolescente con el antiperonismo y la derecha nacionalista e incluso había defendido el golpe de 1955 contra Perón. Walsh profesa palabras de afecto y admiración en un artículo hacia uno de los aviadores que participaron en el derrocamiento de Perón. Walsh nunca trató de ocultar ese pasado.
La ebullición política y social que vive Argentina en los años sesenta explicará en parte ese viraje ideológico del escritor y su posterior adhesión a Montoneros, con cuya cúpula llegaría a disentir sobre la estrategia a seguir cuando la derrota de la «juventud maravillosa» era ya un hecho y los muertos y desaparecidos en sus filas se contaban por miles.

Otra influencia decisiva en el pensamiento de Walsh fue su viaje a la Cuba revolucionaria de 1959. Su amigo Jorge Ricardo Masetti, con quien había coincidido durante su militancia en Alianza Libertadora Nacionalista, fue el cerebro de un proyecto con el que Fidel Castro y el Che Guevara querían contrarrestar los ataques mediáticos de Estados Unidos en plena guerra fría. A Masetti lo había llamado el propio Che Guevara pocos días después de que los barbudos entraran en La Habana en enero de 1959. La Operación Verdad acababa de nacer. Y Masetti era el enlace de los comandantes cubanos con la prensa latinoamericana. Con ese impulso se fundaría Prensa Latina, que en pocos meses de vida ya contaba con corresponsalías en más de veinte países y emitía más de cuatrocientos cables diarios.
Entre los colaboradores de lujo de la agencia figuraban Gabriel García Márquez, Juan Carlos Onetti y Jean Paul Sartre. Cuando Masetti le propuso que le acompañara en esa aventura, Walsh no lo dudó. Si había un país en el que se estaba decidiendo el futuro de América Latina era Cuba. Casi dos años permaneció Walsh en la isla. La confianza de Masetti en él era tal que enseguida lo nombró responsable del Departamento de Servicios Especiales de la agencia para elaborar los reportajes de mayor profundidad. Su mejor servicio a la Revolución se produjo casi de casualidad, cuando un buen día se coló por error un mensaje encriptado entre la maraña de teletipos que llegaban a la redacción de Prensa Latina. Con unos conocimientos mínimos en criptografía, Walsh descifró que el cable había sido enviado a Washington por el jefe de la CIA en Guatemala e informaba sobre los planes para invadir Cuba y el lugar exacto del país centroamericano donde eran entrenados los exiliados cubanos que participarían en la acción (más tarde concretada en la frustrada invasión de Playa Girón en abril de 1961). García Márquez relataría más tarde en un artículo aquella prodigiosa revelación de Walsh. El periodista argentino abandonaría Cuba definitivamente antes de la invasión de Playa Girón. Su entrega total a un proceso revolucionario tardaría unos años y se materializaría en su propio país.

La fundación de Montoneros en los años setenta coincide con la maduración política de Walsh, que acepta a regañadientes el paso a la clandestinidad de la organización en septiembre de 1974 tras sus fuertes choques con el peronismo más recalcitrante. Para entonces, Walsh defiende ya una suerte de literatura armada en la que el escritor y el militante sean un todo. Pronto asume tareas de inteligencia para la guerrilla y defiende la lucha armada como método para la toma del poder.
El golpe de Estado de marzo de 1976 le obliga a redoblar las precauciones en la clandestinidad. La mayoría de los jefes montoneros abandonan el país pero Walsh rechaza la propuesta de viajar a Roma. Cuando se estrecha el cerco para cazarlo, se refugia junto a su compañera, Lilia Ferreyra, en una casa de San Vicente, en la provincia de Buenos Aires. La capital ya ha dejado de ser segura. El autor de Los oficios terrestres será testigo de los horrores de un régimen empeñado en la eliminación física del enemigo. Victoria, la hija mayor de Walsh, será una de las primeras víctimas.

Las horas finales de Walsh están marcadas por un cúmulo de infortunios y un cierto abandono de las estrictas medidas de seguridad que hasta entonces había cumplido a rajatabla: la avería del coche en el que deberían haber ido a Buenos Aires él y Lilia, el encuentro fortuito en la estación de tren de San Vicente con el hombre que les gestionó la venta de la casa de campo y que les entregó allí mismo una copia del contrato que Walsh guardó en su maletín, la cita-trampa con el compañero que lo había contactado bajo presión ya en manos de los militares. Walsh pasó a engrosar la lista de los treinta mil desaparecidos de la dictadura argentina.
Al contrario que Juan Carlos Livraga y el resto de «fusilados vivientes» de la Operación Masacre, Walsh no sobrevivió a la emboscada del grupo de tareas de la ESMA en el barrio porteño de San Cristóbal. Consciente de que su suerte estaba echada, el escritor se defendió con su revólver y logró herir a uno de sus atacantes antes de recibir una descarga de balazos.

viernes, 19 de mayo de 2017

Errol Morris

Nació el 5 de febrero de 1948, Hewlett, Nueva York. Estudió historia y filosofía. Se hizo conocido por sus estudios "Puertas del cielo" (1978), sobre cementerios de mascotas y "Vernon, Florida" (1981), sobre excéntricos estadounidenses de una pequeña ciudad. Logró el reconocimiento de público y crítica con el largometraje "La delgada línea azul" (1988), una investigación sobre el caso de Randall Adams, un tejano que reclamaba haber sido injustamente condenado a muerte. Esta película tuvo una fuerte influencia sobre el caso real.


En 1999 produce el filme Dr. Muerte: Ascenso y caída de Fred A. Leuchter sobre la vida del experto estadounidense en sistemas de ejecución Fred A. Leuchter y el Informe Leuchter. Bajo amenaza de ser censurado, tuvo que agregar escenas adicionales para que su trabajo no fuera catalogado como revisionista del Holocausto y prohibido.
En 2003 fue galardonado con un premio de la Academia a la mejor documental por su filme "Niebla de guerra" (título original en inglés: "The Fog of War") que expone en ocasiones de manera crítica, la política exterior de los Estados Unidos, la Guerra de Vietnam y las opiniones del general Curtis LeMay a través de entrevistas al antiguo secretario de estado Robert McNamara en funciones durante la década de los sesenta.

En 2004 se filtraron al público decenas de fotos que documentaban las torturas y humillaciones a las que eran sometidos los prisioneros iraquíes de Abu Ghraib. Años después, Errol Morris conduce una investigación audiovisual centrada en una pregunta clave: ¿eran estas torturas un exceso de un grupo de malos soldados, o formaban parte de una política general orientada desde la Casa Blanca? Standard Operating Procedure (2008) explora los vergonzosos abusos perpetrados por soldados americanos en la cárcel iraquí de Abu Ghraib y que resulta también una profunda reflexión sobre el valor de la imagen fotográfica y sobre las implicaciones de la información digital.

Morris trata a muchos tipos de sujetos, pero especialmente se centra en aquellos que tienen fuertes e inusuales obsesiones, lo cual hace que sus películas sean una especie de retrato de la parte más freak y oscura de América. Uno de los temas centrales y recurrentes en las películas de Morris es el gran contraste entre el cómo se ven a si mismos los personajes y el cómo les ve el espectador.

El intento de Morris de dirigir una ficción en Hollywood fue bastante problemático, Tempestad en la llanura (1991) fue retenida en el estudio durante dos años y luego se estrenó sólo en video. Después de eso, Morris ha hecho sólo no-ficción. A Brief History of Time (1991) trata de las revolucionarias teorías de Stephen Hawking y del contraste entre su rico universo interior y su limitado y degenerativo universo físico.

Tabloid (2010) trata el caso de Joyce McKinney, una ex Miss Wyoming acusada de secuestrar a un joven mormón y que reflexiona sobre la incidencia de los medios de comunicación de masas en la forma de pensar de la gente, y parece ser otra entrega de su estilo personal: la comedia negra, sarcástica y con tintes criminales.
“The Unknown Known” (Lo que no sabemos que sabemos) se centra en 33 horas de entrevistas con el ex Secretario de Defensa estadounidense, Donald Rumsfeld. El título de la película hace alusión a una tristemente célebre respuesta que dio Rumsfeld en una conferencia de prensa en el año 2002, ante las preguntas de los periodistas sobre la falta de pruebas de la existencia de armas de destrucción masiva en Irak.

miércoles, 17 de mayo de 2017

El aburrimiento de Alberto Moravia


Dino, miembro de una rica familia burguesa, se ha dedicado a la pintura por aburrimiento: es decir, esperando poder entablar, por medio de la expresión artística, esa relación con las cosas que de otra manera no consigue establecer. Pero al cabo de diez años de trabajo, el acto de destruir la tela en la que está trabajando se le revela como su primer gesto verdaderamente creativo. Conoce a Cecilia, de quien se afirma que ha llevado a la desesperación y a la muerte a un hombre, y se hace su amante, curioso por descubrir qué es lo que la había hecho indispensable al otro. La muchacha se le revela disponible para todo y para todos, y por ello mismo inaccesible; pese a «poseerla» físicamente, nota que ella le huye.

Querría sentirla suya porque, aburriéndose de ella, se resituaría en la dimensión cotidiana de la realidad. Sin embargo, no logra hacerla suya ni con el dinero, que ella acepta y se gasta con otro, ni con una propuesta de matrimonio, que es rechazada, ni tampoco con un gesto homicida, del que se retracta justo a tiempo. Tras sobrevivir a un intento de suicidio, Dino se da cuenta de que ya no desea poseerla: la ama de manera distinta, aceptando el que viva al margen de él.

En realidad, sólo los primeros capítulos tratan propiamente del tedio, luego éste es sustituido por una pasión erótica, aunque la pasión podría pensarse, también, como una forma de tedio, pues para el sujeto que la sufre el mundo desaparece por completo y se encuentra condenado a vivir sólo para el objeto de su pasión.

Amarcord de Federico Fellini


La llegada de los vilanos anuncia la llegada de la primavera, y los ciudadanos de Rímini salen a celebrarlo, en torno a una gran hoguera en la que queman a una vieja muñeca que representa al invierno.
Titta Biondi, un adolescente y sus amigos acuden aburridos a clase, donde tienen que soportar a aburridos profesores, burlándose de los más blandos y petulantes, para fantasear posteriormente y masturbarse pensando en su profesora de matemáticas, o en la estanquera, o en Volpina, la prostituta ninfómana, o en la Gradisca, una peluquera cuyo trasero es admirado por toda la población masculina, y a la que consideran la Greta Garbo local, y que sueña con encontrar un novio entre los veraneantes que acuden al Gran Hotel.

Y fue en aquel lugar donde Ninola consiguió su apodo, pues se contaba que se acostó con el príncipe al que llamó estando desnuda en la cama y diciéndole: "gradisca"(disfrute).
Titta recuerda que en una ocasión se puso al lado de ella en el cine y le tocó una pierna, no importándole que ella lo abofeteara después.

Sus gamberradas, como la vez que meó desde la parte de arriba del cine sobre el sombrero de un vecino, irritan a Aurelio, su padre, que siempre parece estar enfadado.
Todos acuden a ver también a los fascistas "Camisas Negras", que desfilan corriendo por la ciudad, hasta que en medio de la exaltación, se escucha que alguien toca la Internacional. Tras ordenar que todos regresen a sus casas, los soldados fascistas tratan de dar con el músico rebelde, hasta comprobar que el sonido surge del campanario, por lo que comienzan a disparar hacia el mismo hasta acabar con el fonógrafo del que sale la música. Al día siguiente varios vecinos son interrogados, entre ellos Aurelio, cuya fama antifascista le hace ser castigado a tomarse una botella de aceite de ricino.

Durante el verano la ciudad cobra vida gracias a los veraneantes que acuden al Gran Hotel, en el que, se cuenta se hospedó un emir con sus 30 concubinas, relatando el borrachín Biscien, el vendedor ambulante, que estas le lanzaron sábanas para que trepara hasta sus aposentos, donde, tras seducirlas con su flauta, bailaron con él, acostándose con 28.
Una vez al mes Aurelio y su familia sacan del manicomio a Teo, su hermano. Y en una ocasión que lo llevaron al campo, y se subió a un enorme árbol desde el que gritaba que quería a una mujer, lanzándoles piedras a los que tratan de bajarlo, por lo que finalmente deben recurrir a una monja enana que trabaja en el manicomio, que le obliga a bajar.

Todos recordarán el momento en que se lanzaron al mar para poder ver de cerca el enorme trasatlántico Rex que representaba la gloria fascista y que con sus luces les fascinó.
Titta recuerda cuando acudió al estanco y le dijo a la estanquera que podía levantarla en brazos, tras lo que ella le mostró sus enormes pechos y les pidió que se los besara.

Cuando llega la nieve todos salen del cine para disfrutar de la nieve, aunque será solo el principio de la nevada más copiosa del lugar, y un día mientras se lanzan bolas ven cómo el pavo real del conde llega hasta la plaza observando admirados su plumaje entre la nieve.
Pero con el invierno llega la enfermedad de Miranda, la madre de Titta, que poco después morirá en el hospital, recordando cómo pese a su enorme tristeza, fueron al entierro en una carroza que todos miraban con lástima, aunque los pequeños se sentían importantes.

Y tras la tristeza del invierno vuelven los vilanos y con ellos, y por fin, la boda de Gradisca con su príncipe azul, aunque solo sea un carabinieri y a la que acude todo el pueblo, sabiendo que pronto la echarán de menos.

martes, 16 de mayo de 2017

Sueño de una noche de verano de William Shakespeare


En medio del invierno de 1595-1596, Shakespeare visualizó un verano ideal y compuso el Sueño de una noche de verano, probablemente por encargo para una boda noble, en la que fue representada por primera vez. Nada de Shakespeare anterior al Sueño de una noche de verano lo iguala y en ciertos aspectos tampoco nada posterior lo supera. Es su primera obra maestra indudable.
Un curioso nexo entre La tempestad, Penas de amor perdidas y el Sueño de una noche de verano es el hecho de que estas sean las tres únicas obras, entre las treinta y nueve, donde Shakespeare no sigue una fuente primaria. La tempestad carece esencialmente de trama y casi nada sucede en Penas de amor perdidas, pero Shakespeare solo se tomó el trabajo de urdir una trama elaborada y terrible para el Sueño de una noche de verano. La invención de tramas no era un don shakespeareano, era el único talento dramático que la naturaleza le había negado.
Las comedias shakespearianas se caracterizan por tener una línea de acción central o principal y varias otras secundarias. En Sueño de una noche de verano existen cuatro líneas de acción, con sus propios personajes:

Línea 1. La boda de Teseo e Hipólita.
Línea 2. Los enredos amorosos de los cuatro jóvenes atenienses.
Línea 3. Los preparativos de los artesanos actores que ensayan la tragedia de Píramo y Tisbe para la boda.
Línea 4. La discordia matrimonial entre el rey y la reina de las hadas, acompañados por sus séquitos; y Puck, el duende travieso.



Argumento de Sueño de una noche de verano

Primer Acto

Teseo esta preparando su banquete nupcial con Hipólita cuando Egeo acude para reclamar justicia, pues su hija Hermia se niega a casarse con Demetrio. Hermia aduce que ella está prometida a Lisandro y que Demetrio, a su vez, había dado palabra de matrimonio a su amiga Elena. El Duque concede a Elena la posibilidad de retirarse a un convento o perder la vida. Lisandro propone a Hermia que se escapen juntos hacia casa de su tía que vive fuera de Atenas ya que allí no prevalece la jurisdicción de Teseo. Hermia le cuenta el plan a su amiga Elena y ésta, a su vez, se lo revela a su amado Demetrio. Así que los cuatro jóvenes salen de Atenas a la vez, Hermia junto a Lisandro, Demetrio persiguiendo a Hermia y Elena tras Demetrio. Mientras tanto, un grupo de actores está preparando una obra de teatro con la esperanza de que la suya sea la representación escogida para celebrar las bodas del Duque Teseo. Los actores acuerdan que se encontrarán en el bosque para ensayar la obra.

Segundo Acto

En el bosque a las afueras de Atenas viven toda clase de Hadas y Duendes liderados por Titania, la Reina de las Hadas y Oberón, el Rey de los Duendes. Titania y Oberón han discutido por un nuevo sirviente y Oberón, enfadado, envía a su fiel Puck a que recoja la savia de cierta planta que, frotada contra los párpados de cualquier durmiente, consiga que la persona, al despertar, se enamore perdidamente del primer ser que ve. Oberón quiere usar el filtro amoroso para vengarse de Titania pero mientras está esperando el regreso de Puck observa la lamentable escena de amor en la que la bella Elena es rechazada por Demetrio que anda tras los pasos de Hermia. Cuando Puck acude con la planta, Oberón le da órdenes para que unte la savia en los párpados de un joven ateniense que pasea por el bosque. Después cuando Titania se queda dormida, es el propio Oberón quien unta los parpados de su amada con el filtro de amor. En el bosque están Lisandro y Hermia que han huido juntos y, cansados por el viaje, se ponen a dormir. Puck cree que Lisandro es el ateniense de quien le había hablado Oberón y vierte el contenido del frasco en los ojos del joven. Cuando Lisandro despierta, Elena está ahí y, al ser ella la primera persona que ve, queda perdidamente enamorado de Elena y abandona a Hermia.

Tercer Acto

La compañía de actores también llega al bosque para ensayar. Puck convierte en un asno a Fondón, uno de los actores y cuando Titania despierta es ese asno el primer ser que ve, con lo que queda perdidamente enamorada de él. Mientras tanto Oberón, que se ha dado cuenta del error de Puck vierte la poción mágica en los ojos de Demetrio y cuando éste despierta se encuentra con Elena. Ahora tanto Lisandro como Demetrio están enamorados de Elena, quien cree que se burlan de ella. Cuando Hermia tropieza con ellos tampoco puede creer lo que ven sus ojos y menos, cuando los dos jóvenes empiezan a pelear por Elena. Oberón, que observa la escena, hace que Puck duerma a los dos jóvenes y que vierta la poción en los párpados de Lisandro, asegurándose de que, cuando despierte, sea Hermia la primera persona a quien vea.

Cuarto Acto

Mientras Titania yace dormida junto a Fondón, Oberón da órdenes a Robín para que le entregue el paje por el que él y la Reina de las Hadas habían discutido. Despúes Robín devuelve su aspecto original a Fondón y Oberón quita el filtro de amor de los ojos de Titania. Mientras tanto, los cuatro jóvenes atenienses se han quedado dormidos en el bosque, al amanecer llegan Teseo, Hipólita y Egeo y aceptan la situación de los enamorados. Aquel mismo día se celebrarán las bodas del Duque de Atenas con la Reina de las Amazonas y las de Lisandro con Hermia y Demetrio con Elena. Fondón se despierta y cree que todo ha sido un sueño.

Quinto Acto

Por fin se celebra la triple boda en el palacio de Teseo y la compañía escogida para representar una obra es la presentada por la compañía de Fondón y sus amigos.

lunes, 15 de mayo de 2017

El fin del «Homo sovieticus» de Svetlana Aleksiévich


Con la sola ayuda de una grabadora y una pluma, Svetlana Aleksiévich se empeña en mantener viva la memoria de la tragedia que fue la URSS, en narrar las microhistorias de una gran utopía. Svetlana se ha especializado en grandes reportajes y libros de ensayo dedicados a la investigación. En sus libros mezcla el ensayo, el periodismo y la narrativa coral.

En El fin del «Homo sovieticus» nos muestra a través de entrevistas a las gentes que habían vivido en la URSS, constituyendo el denominado “Homo sovieticus”, antes de que desapareciera. La autora parte de la convicción de que una sola vida es en sí misma apasionante y que cada persona esgrime una infinidad de verdades.

Armada con su grabadora y mucha paciencia para saber escuchar y generar confianza en sus entrevistados/as, Aleksiévich nos muestra la condición humana con todas “sus” verdades, con sus luces y sombras, sus temores y sus ilusiones, sus creencias y sus decepciones. Combina numerosas entrevistas, como si fuera un collage, a través de las cuales da una visión del ser humano en determinadas circunstancias, en este caso la desaparición de la URSS.

El libro está formado (casi) íntegramente por entrevistas, en las que solo se escucha la voz del entrevistado, con muy escuetas acotaciones de la entrevistadora para indicar el contexto en el que se produce la conversación, así como las reacciones de los protagonistas (en particular, cuando empiezan o dejan de llorar). Uno de los méritos del libro, sin duda, es la representación respetuosa del discurso oral, con sus interrupciones, sus anacolutos, sus repeticiones y correcciones... Así, la autora cede casi completamente la voz a los personajes a los que quiere dar el protagonismo para que cuenten sus historias, creando con eso un texto efectivamente polifónico, aunque estilísticamente muy coherente.

El fin del “Homo sovieticus” fue escrito en 2013 y se estructura en dos partes, la primera parte, “El consuelo del apocalipsis. Diez historias en un interior rojo”, transcurre entre 1991-2001, el momento de la desaparición de la URSS tras la era Gorbachov, el fracasado golpe de Estado de agosto de 1991 y el postcomunismo de los diez primeros años. La segunda parte, “El encanto del vacío. Diez historias en medio de ninguna parte”, avanza a lo largo de los diez años siguientes, 2002-2012. En total 21 intensos años de desmantelamiento del mundo soviético en los que, las diversas repúblicas que habían constituido la URSS, abandonaron el comunismo y una cierta manera de ser y de comportarse que constituyó el “homo sovieticus”.

En la primera parte destaca la resistencia de muchas personas a abandonar la idiosincrasia del homo sovieticus, especialmente por dejar de ser ciudadanos/as de una gran potencia y por la crítica a la propiedad privada, las desigualdades sociales y el consumismo. Muchas de sus reflexiones nos plantean la evidencia que, para muchas personas, la libertad es prescindible (los que seguían anclados con nostalgia en el comunismo), para otras se identifica con el consumismo y las posibilidades de acceso a una vida mejor aún a costa de la desigualdad. Un tercer sector, ilusionado con la libertad en un sentido más amplio, muestra su decepción ante las muchas ilusiones que nacieron en 1991. La autora narra sin ninguna piedad, sin modular nada, la dureza que significa que las víctimas del estalinismo fueran fervientes estalinistas y patriotas.

La segunda parte no es menos dura que la primera, habla de cómo las mafias y la violencia se apoderaron de Rusia, los años de Yeltsin y de los sucesos de octubre de 1993. Los atentados terroristas en Moscú (hubo en los años 2000, 2001, 2002, 2003, 2004, 2006, 2010 y 2011) son otro aspecto recogido a través de testimonios.

Aleksiévich plantea múltiples temas que dibujan esa alma rusa que tanta relevancia tiene en la literatura rusa: el amor, la amistad, la rebelión, la sumisión, el alcohol, el sexo, la libertad, el racismo, el antisemitismo, el maltrato a los inmigrantes procedentes de Tayikistan, y tantos otros que van tejiendo un tapiz con las múltiples caras de lo ocurrido entre 1991 y 2012.

El fin del «Homo sovieticus» es un libro excepcional que impresiona por su autenticidad, que entristece por la manipulación que sufrió la población que creyó luchar por la democracia, que enfurece por el empobrecimiento y los abusos que sufren la mayoría de la población, mientras una minoría se ha enriquecido y monopoliza el poder haciendo resurgir un patriotismo, nunca muerto, que justifica el militarismo intervencionista de Putin en la actualidad.

Svetlana Aleksiévich no juzga, no evalúa. A la pregunta: ¿Cómo es ser cronista y testigo a la vez?, contesta:

–Es simple. ¿Qué hace el cronista? Anota lo que el testigo cuenta y lo que ha vivido. Lo difícil es transformar todo eso en literatura sin alterar la credibilidad. Cómo, entre centenares de testimonios, elegir los que de manera más clara e inequívoca representan el período que quiero contar. Para cada obra recojo entre 500 y 700 voces y, por lo tanto, escribir un libro me lleva entre siete y diez años. Tengo siempre un oído muy atento a lo que sucede en la calle. Flaubert decía de sí mismo que era un ‘hombre-lapicera’. Yo me siento una ‘mujer-oreja’. Cuando voy por la calle y escucho frases, exclamaciones, pienso en cuántas novelas desaparecen sin dejar señales. Una parte de la vida humana, la hablada, escapa a la literatura. Cuando entrevisto a una persona, enseguida advierto si será importante en mi relato o no. Si lo es, vuelvo a verla cuatro, cinco veces, y le dedico cincuenta páginas, cien. Lo que está en mis libros es lo que ha dicho el entrevistado y lo que yo he visto y he percibido.

domingo, 14 de mayo de 2017

Thomas Wolfe

Hay algunas escenas emblemáticas y muy específicas de ciertos escritores escribiendo que pueden funcionar como claves secretas para entrar a sus obras. Por ejemplo, Proust en su cama de noche, en un cuarto con las paredes cubiertas de corcho para protegerlo contra el ruido de la calle; Jack Kerouac escribiendo En el camino de un tirón en un enorme rollo de papel (para no tener que ir alimentando hoja por hoja a la máquina de escribir); James Joyce, ya casi ciego, escribiendo Finnegans Wake sobre enormes papeles con lápices de color. El novelista Thomas Wolfe (no el del traje blanco, el anterior) tiene una escena semejante. En Brooklyn escribía furiosamente durante toda la noche, parado en su cocina usando el refrigerador como escritorio.
Wolfe era un hombre gigantesco en todos los sentidos. Primero en el mero plano físico –medía más de dos metros y era corpulento con enormes manos. Pero también era un gigante en cuanto a sus ambiciones artísticas y su insaciable apetito por devorar la vida: de conocer gente, viajar, leer, comer y –más que nada– escribir sobre el profundo asombro que sentía por el misterio de existir como un ser humano dentro del misterio del tiempo.
Como Herman Hesse o Arthur Rimbaud, la mejor época de la vida para leer a Wolfe es en plena adolescencia. Esto no es un comentario condescendiente. Lo que pasa es lo siguiente. Las novelas de Wolfe son muy largas y muy emocionales –son de esas novelas que confirman sospechas que cierto tipo de persona empieza a tener sobre la existencia cuando es muy joven: básicamente, que la vida es un milagro y que lo único que vale la pena hacer con ella es reverenciarla amando, viajando y haciendo arte. Es probable que una persona que nunca ha experimentado este tipo de despertar del alma no tenga paciencia para Wolfe.
También pasa que las novelas de Thomas Wolfe son muy fragmentarias. Consisten en episodios autobiográficos (1900 - 1938) atravesados por preguntas y lamentaciones románticas: ¿Qué es la vida? ¿Qué es el tiempo? ¿Qué es la hermandad? ¿Dónde está mi pasado? Aunque Wolfe tuvo como maestro –desde el punto de vista de la lectura– a James Joyce, su escritura difiere de la del irlandés en un aspecto clave: Wolfe nunca encontró un esquema teórico o conceptual para darle forma a su literatura. En las novelas de Wolfe no hay nada invisible. Todo está a la vista. Todo es voz, memoria, acción, nostalgia y deseo llevado a una escala monumental. En este sentido su precursor, más que Joyce, es el poeta Walt Whitman.
Wolfe mismo reconoció este problema de su obra en un ensayo autobiográfico sobre su vida como escritor titulada The story of a novel. Publicada en 1936, dos años antes de su muerte por tuberculosis, es un ejercicio de enorme honestidad en el cual dice: “No soy un escritor profesional, ni siquiera soy un escritor habilidoso. Meramente soy un escritor que está aprendiendo sobre su profesión.” Una de las formas de “probar” a Thomas Wolfe en una dosis pequeña es a través de sus cuentos cortos y nouvelles –que en realidad son fragmentos publicados del torrente incansable de su escritura (sus editores jugaron un papel clave en su obra, organizando su producción amorfa en libros diferenciables).
El niño perdido , por ejemplo, es como un ADN de la obra de Wolfe. Comprimido en menos de cien páginas es un simple y perfecto relato. Aquí están todas sus preocupaciones básicas: el misterio del momento presente; la angustia por el pasaje del tiempo; la mirada anonadada frente a la belleza del mundo; la familia; la niñez; y la transformación de los lugares en el tiempo.
Por otro lado, Una puerta que nunca encontré es más fragmentario como cuento, aunque también encapsula problemas esenciales de la obra de Wolfe como la idea de que no es posible volver a casa.
El veredicto de William Faulkner sobre Wolfe es famoso. Dijo: “Entre todos mis contemporáneos yo clasificaba a Wolfe primero. Todos nosotros fracasamos, pero Wolfe hizo el mejor fracaso porque intentó más que nadie decir lo máximo que se puede decir. Mi admiración por Wolfe es que intentó decirlo todo. Estaba dispuesto a tirar por la borda el estilo, las reglas de precisión, para intentar poner toda la experiencia humana sobre la punta de un alfiler.” 


Thomas Bernhard


Dramaturgo y novelista austriaco nacido el 9 de febrero de 1931 en Heerlen, Holanda, y fallecido el 12 de febrero de 1989 en Gmunden. Su nombre completo es Nicolaas Thomas Bernhard. Pasó parte de su infancia en Viena y Seekirchen, trasladándose más tarde a Traunstein, en Baviera. El abuelo de Bernhard, el autor Johannes Freumbichler, intentó que Thomas recibiera una educación artística, incluyendo la música como algo importante en sus enseñanzas. Thomas estudió en Seekirchen y después en un internado Nacional Socialista que, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, pasó a pertenecer a la Iglesia Católica. Intentó desarrollar carrera como actor, pero acabó siendo uno de los escritores más influyentes de Austria. Una constante de su obra es la relación de amor-odio hacia su país.  Su obra completa está compuesta por diecinueve novelas y diecisiete obras teatrales, aparte de otros trabajos menores. 
Después de seguir estudios de música, se orientó hacia la literatura, y desde su primera novela, Helada (1963), desarrolló un universo nihilista habitado por personajes ferozmente autocríticos y autodestructivos. Hijo ilegítimo de un carpintero austriaco y de la hija del escritor Johannes Freumbichler, Bernhard vivió en casa de sus abuelos maternos hasta que su madre se casó. El marido de ésta no lo prohijó sino que pasó a ser únicamente su tutor. A los dieciséis años interrumpió sus estudios de bachillerato en Salzburgo y empezó a trabajar como aprendiz en un almacén de comestibles. Contrajo entonces una grave pleuresía que degeneró en una tuberculosis, enfermedad que padecería toda la vida. Pasó cuatro años ingresado en el sanatorio de Grafenhof (Salzburgo), donde comenzó a escribir.
Ya en 1943 empezó a tomar clases de música y a partir de 1952 estudió canto, dirección teatral e interpretación en el Mozarteum de Salzburgo. Paralelamente a sus estudios trabajó como reportero para el Demokratisches Volksblatt, en donde publicó también sus poemas. Realizó numerosos viajes, algunos con Hedwig Stavianicek, una mujer 37 años mayor que él que fue su mecenas y “el ser de su vida”.
Siempre lo acompañó la polémica: en 1983 fue secuestrada por orden judicial su obra Tala, a consecuencia de una querella del compositor G. Lampersberg. El escritor prohibió entonces la venta en Austria de su obra y no modificó su actitud hasta el año siguiente, en que Lampersberg retiró su demanda. El último gran escándalo lo produjo el estreno de su obra Plaza de héroes en 1988.
La gran producción de Bernhard puede dividirse en tres etapas: una fase religiosa, una fase intermedia más patética y una tercera, que se deriva de la anterior, en la que lo patético se expresa preferentemente a través de la ironía. Los primeros intentos líricos de Así en la tierra como en el infierno(1949) muestran un Bernhard que en la línea de Pascal busca a Dios. El infierno (Hölle) es la realidad terrenal que espera redención. “Negro es mi mensaje”, dice el yo lírico de estos poemas, una afirmación que se revelará válida para todo el opusbernhardiano.
El tono todavía conciliador con el mundo de estos poemas desaparece ya en el ciclo Ave Virgilio (1981), que compila las poesías de la década de 1970. El fervor religioso se convierte aquí en pura negatividad y ésta pasará a dominar su prosa. El primer resultado de este giro es la novela Helada (1963) con la que entra de lleno en el panorama literario contemporáneo. “El suicidio es mi naturaleza”, dice el pintor Strauch al estudiante de medicina que se ha desplazado a Weng, un pueblo situado en un valle, para observar la paranoia del artista.
La locura es presentada como la única respuesta posible en un mundo pervertido, falto de toda espiritualidad y sentido que, en la novela, está representado por el pueblecito rodeado de montañas, un espacio frío, malvado, enemigo del hombre, en donde sus habitantes han adoptado las características de la naturaleza. Los espacios que tradicionalmente la literatura ha escogido como idílicos, Bernhard los transforma en escenarios de delirio, en los que únicamente domina la ley de la muerte y la locura. Strauch es el primer artista (de los muchos que aparecen en la obra del autor) que vive alejado del mundo para sacar el máximo partido de su creatividad.
Sin embargo, está utopía de la soledad será constantemente negada. El intelectual, el artista, es un ser absolutamente ridículo, con una retórica repetitiva, hiperbólica y patética. Konrad, en La Calera(1970), lo ha abandonado todo para poder escribir un estudio sobre el oído; cuando ya está a punto para empezar a redactar, mata a su mujer y enloquece. Destinos comparables padecen los protagonistas de Corrección (1975) y Hormigón(1982). Paradójicamente, el valor de la producción artística y, en general del arte, es puesto en duda por un gran artista que, después de fantasear con su propia vida en los libros autobiográficos El origen(1975), El sótano (1976), El aliento (1978), El frío(1981) y Un niño (1982), queda libre para la ironía más feroz.
Uno de los componentes más destacables de la obra bernhardiana, especialmente de la dramática desde Una fiesta para Boris (1970), es su musicalidad. Se trata de piezas casi escritas como para representar con marionetas que actúan como repetitivos altavoces de distintas posiciones. Más que dramas son libretos escritos para actores admirados por el escritor, como Minetti. Entre sus títulos más importantes se hallan La fuerza de la costumbre(1974), La partida de caza (1974), Ante la jubilación(1979), Almuerzo en casa de Ludwig W (1984) y la última, Plaza de héroes (1988) en la que arremete de nuevo contra la Austria católica y nacionalsocialista.
Toda su obra, cargada de ironía y acidez, se caracteriza por su manifiesto pesimismo sobre el género humano y la sociedad contemporánea, y su obsesión por la muerte y la autodestrucción. Con su país, Austria, mantuvo durante toda su vida una especial relación de amor-odio que se extendió más allá de su muerte.
Thomas Bernhard murió el 12 de febrero de 1989, hacia las siete de la mañana, en su piso de Gmunden (Lerchenfeldgasse 11). Incorporado a medias (hacía tiempo que se asfixiaba cuando estaba echado) y con un vaso de mosto (de sus propias viñas) en la mano. Hasta el último momento lo acompañó su hermano y médico de cabecera, Peter Fabjan, con quien estuvo hablando casi toda la noche.
Siguiendo sus deseos, fue enterrado en el cementerio de Grinzing (Viena), el día 16, en la mayor intimidad (sus hermanos y Emil Fabjan), y sólo entonces se dio a conocer la noticia de su muerte, que tuvo una gran repercusión en la prensa de muchos países. Dejó expresa su última y sorprendente voluntad: prohibió durante la vigencia de sus derechos de autor (setenta años) toda representación, publicación o impresión de su obra en Austria. Sus restos reposan en una tumba sin nombre por deseo expreso.
Obras

Hambre grande, inconcebible (relato) (1954) 
El porquero (relato) (1956)
Así en la Tierra como en el Infierno (poesía) (1957)
La montaña (teatro) (1957)
Köpfe (libreto de ópera de cámara con música de Gerhard Lampersberg) (1957)
Die Rosen der Einöde (libreto para cinco piezas, música de Lampersberg) (1957)
In hora mortis (poesía) (1958) 
Bajo el hierro de la luna (poesía) (1958) 
Acontecimientos (microrrelatos) (1959) 
En las alturas (capítulo de novela inacabada) (1959)
Ave Virgilio (poesía) (1959-60) 
Los locos.Los reclusos (poesía) (1962) 
Amras (novela corta) (1963) Alianza Editorial (1987) Helada (novela) (1963)
El italiano.Fragmento (guion para un film de Ferry Radax) (1963) 
El crimen del hijo de un comerciante de Innsbruck (relato) (1965) 
Un joven escritor (relato) (1965) 
Víctor Seminecio (relato) (1966) 
Trastorno (novela) (1966) 
La gorra (relato) (1967) 
En la linde de los árboles (relato) (1967) 
Ungenach (novela corta) (1968) 
La calera (novela) (1970) 
Una fiesta para Boris (teatro) (1970) 
Andar (relato) (1971)
Midland en Stilfs (relato) (1971)
El ignorante y el demente (teatro) (1972) 
La fuerza de la costumbre (teatro) (1973)
La partida de caza (teatro) (1973) 
Corrección (novela) (1974) 
El presidente (teatro) (1975) 
El origen (autobiografía I) (1975)
Los famosos (teatro) (1975) 
El sótano (autobiografía II) (1976) 
Minetti (teatro) (1976)
Immanuel Kant (teatro) (1978) 
El aliento (autobiografía III) (1978) 
Sí (novela) (1978) 
85) 7 dramolette: Un muerto, El mes de María… (teatro) (1978-81) 
Ante la jubilación (teatro) (1979) 
El reformador del mundo (teatro) (1979)
Los comebarato (novela) (1980)
La paz reina en las cumbres (teatro) (1981) 
En la meta (teatro) (1981)
El frío (autobiografía IV) (1981) 
Goethe se muere (relato) (1982) 
Un niño (autobiografía V) (1982) 
Hormigón (novela) (1982)
El sobrino de Wittgenstein (1982) 
El malogrado (novela) (1983) 
Las apariencias engañan (teatro) (1983) 
El hombre de teatro (teatro) (1984)
Tala (novela) (1984) 
Ritter, Dene, Voss (teatro) (1984) 
Maestros antiguos (novela) (1985) 
Simplemente complicado (teatro) (1986) 
Extinción (novela) (1986)
3 dramolette: Claus Peymann deja Bochum y se va a Viena… (teatro) (1986-87)
Elisabeth II (teatro) (1987) 
La plaza de los héroes (teatro) (1988)