Un hombre viaja en su auto por las afueras de la ciudad.
Está ansioso, nervioso, casi irritable. Por todas partes ofrece un trabajo,
pero todos le rehúyen, aun antes de escuchar en qué consiste su oferta. Un
soldadito sube, apurado por volver al cuartel. Con ese muchacho, el hombre es
más preciso (a esa altura, sin que haya pasado nada, sólo por el rostro del
hombre, por la aridez del paisaje, y por el ruido del motor, y de las ruedas
sobre el pedregullo, también nosotros estamos nerviosos).
Lo que este hombre quiere, es que le echen tierra cuando lo
vean muerto. Como se sabe, los musulmanes deben ser enterrados cuanto antes.
Pero es que este hombre se piensa matar, y eso, también se sabe, es un pecado,
y un delito contra sí mismo. ¿Quién querría hacerse cómplice? ¿Cómo podría
permitirle el suicidio, y con qué autoridad, o con qué argumentos, se lo podría
impedir? Él le pide ayuda al soldadito, que huye espantado. Luego a un
seminarista, que no logra disuadirlo con razones teológicas. Y por fin a un
viejo, que acepta el encargo sin mayores vueltas. De paso, se hace llevar hasta
la puerta del Museo de Historia Natural, donde trabaja como taxidermista. Él
también, alguna vez, pensó en matarse. Y, mientras viajan, le cuenta su
experiencia…
Esa es la escena clave, y una de las más risueñas y hermosas
que hayamos visto en los últimos tiempos. Sin embargo, la película no termina
ahí. Al director le cabían otras preguntas. ¿Cómo contar su historia, sin que
pareciera moralina fácil? ¿Y cómo respetar además las razones y la decisión del
otro, y presentar una realidad, sin ofender a la censura iraní? La obra tiene
un final abierto, una vuelta de tuerca registrada en video, como diciendo recuerden
que es sólo una película. De todos modos, la censura puso sus lógicos
reparos, que solamente levantó, aunque no del todo, ante la repercusión mundial
en Cannes. Sencillez, humanidad, originalidad, intensidad, fueron los términos
que la prensa de todas partes utilizó en sus elogios. El propio Akira Kurosawa
lo respaldó, publicando palabras muy sentidas: Cuando
Satyajit Ray murió, yo estaba muy deprimido. Pero
luego de ver los films de Kiarostami, agradezco a Dios por habernos dado a la
persona justa para ocupar su lugar.
Satyajit Ray, se recuerda, es el hindú que en los 50 hizo
Aparajito, Pater Panchali, y El mundo de Apu, tres historias neorrealistas de
gran ternura, de mucha y profunda sencillez, con gran respeto a los personajes
y a sus situaciones, y de una emoción siempre contenida. Hizo muchas otras
películas, a veces más convencionales, pero siempre atentas a los sentimientos,
y al pudor con que deben mostrarse los sentimientos. Tanto él como Kiarostami
son comparados con Vittorio De Sica, el de Ladrones de bicicletas y Umberto D,
en esas virtudes y en el empleo de actores no-profesionales, sean simples
vocacionales o gente de la calle. El protagonista de El sabor de la cereza, por
ejemplo, es arquitecto, y el viejo es un empleado de museo. Yo no los dirijo, los observo. Ellos mismos tienen que
encontrar su personaje y apropiarse de los diálogos,
dice el realizador.
Kiarostami también es comparado con Eric Rohmer, por sus
historias morales, y hasta con Jacques Tati, el humorista de Mi tío. Esto
último sólo se le puede ocurrir a los franceses, pero tiene su explicación.
Como Tati, Kiarostami sabe usar los planos generales, no para mostrar
simplemente el paisaje, sino para revelar momentos claves desde lejos, sin
entrometernos en la vida de la gente, manteniéndonos a una necesaria, discreta
y afectuosa distancia. Recuérdese, por ejemplo, el sorprendente final de Bajo
los olivos, donde está todo dicho, y hasta participamos de la alegría del
protagonista, sin necesidad de asomarnos al momento en que la chica de sus
sueños le da el sí (o acaso fue un puede ser, nunca lo sabremos…).
Pero en otras cosas Kiarostami difícilmente resulte
comparable. Por ejemplo, en su llamativo e impactante manejo de la voz fuera de
campo, o voz en off. El corto incluido en Lumière y compañía es, simplemente,
la vista cenital, en plano fijo, de una sartén. Alguien echa aceite, y fríe dos
huevos. Suena el teléfono. Por el contestador se oye la voz de una mujer
angustiada, acaso un viejo amor, quizá un romance que se ha roto
unilateralmente, quién sabe. ¿Estás ahí? Necesito hablarte. Por favor,
estaré esperando tu contestación toda la tarde,
etc. Mientras, sólo se ven los dos huevos friéndose. Fin de la llamada. Se retira la sartén del fuego, se apaga la hornalla. En menos de un minuto, con
los mínimos elementos, definió dos personajes, un conflicto, y nos contó una historia, a la
que además podemos enriquecer con nuestra propia imaginación. ¿Quién estaría
cocinando? ¿La persona que debía recibir el llamado, o quizá alguien que ya
está reemplazando a la que llama? ¿O tal vez las cosas sean de otro modo?
Kiarostami llama la atención acerca de quién habla, y a
quién. Y es notable también en sus viajes. Todas sus películas se desarrollan
en tránsito, siempre alguien va conduciendo un vehículo, hacia algún lado, y
levanta pasajeros que son gente común, de las afueras, pero no tan común a poco
que se habla con ellas, y se descubre su mundo interior. No son simples
road-movies con figuras pintorescas. Los pasajeros de El sabor de la cereza, el
mismo Kiarostami lo confirma, son diferentes facetas del mismo protagonista. El primer personaje simboliza su juventud. El segundo, su
apego a la religión y la influencia que ésta aún ejerce sobre él (y es inteligente que haya
puesto un seminarista todavía indeciso
e inexperto, que alienta más
preguntas, en vez de dar confortables respuestas). La última persona es aquella que está más ligada a la vida. El hombre debe tomar conciencia de los
pequeños placeres de lo cotidiano y la
importancia que tienen en nuestras vidas, ellas hacen que estemos vivos. Y agrega, sobre el trayecto metafórico del personaje: Un movimiento tiene un significado si va de un punto a otro.
Girar en redondo, volver al punto de partida, ésa
es la muerte.